Japón es un país lleno de contrastes en el que es fácil pasar de un marco tradicional al ambiente más moderno y vanguardista. En general, ambos aspectos están perfectamente representados por Kioto y Tokio, urbes que han sabido proyectar sus valores y encantos al turismo. Sin embargo, mucho menos conocido es el ámbito rural del país nipón. Existen aldeas y pequeños pueblos que se mantienen fieles a su aspecto más tradicional y en las que resulta sencillo hacerse una idea de cómo se vivía en estas zonas en la época feudal.
Entre montañas, campos de arroz y rodeada de un entorno natural fascinante nos encontramos con uno de estos lugares, Shirakawa-go, típica aldea especialmente conocida por la forma de los tejados de sus casas. Estas edificaciones rurales, de varios siglos de antigüedad, se construyeron con un estilo que recibe el nombre de gassho-zukuri y presentan unos tejados inclinados, formando un triángulo equilátero, que parecen imitar unas manos en posición de rezo, ofreciendo una peculiar imagen a esta población. Elaborados con paja, su forma es fundamental para poder soportar el peso de la nieve en las estaciones más frías. La paja de estos tejados ha de renovarse cada dos o tres décadas, tarea en la que se implican todos los miembros de la comunidad, ayudándose unos a otros.
Estas casas, elaboradas con madera, tienen un tamaño considerable, de forma que en ellas podían llegar a vivir varias generaciones de una familia. ¡Hasta cincuenta personas compartían el mismo techo! Suelen tener tres o cuatro niveles y el ático se destinaba a criar gusanos para la producción de la seda, una de las actividades económicas del lugar.
Muchas de estas viviendas son en la actualidad alojamientos y restaurantes. También un buen número de ellas se han restaurado y convertido en museos que permiten conocer cómo es la vida tradicional en esta zona de Japón.
El lugar ofrece una imagen absolutamente mágica, como de cuento. Además, ha sabido conservar el mismo aspecto que tenía hace cientos de años, tanto que parece atrapada en el tiempo. Quizá por ello la UNESCO la ha declarado Patrimonio de la Humanidad, nombramiento que llegó en 1995 para alegría de los lugareños.
Esta aldea nipona es un magnífico ejemplo de cómo un asentamiento humano ha sabido adaptarse y respetar su entorno a lo largo del tiempo. Con flores en plena eclosión en primavera, nieve y diferentes tonalidades de marrón y amarillo en otoño e invierno y verdes intensos en verano, visitarla nos provocará el efecto y la íntima sensación de sentirnos lejos, muy lejos del mundo conocido.
Revista Viajes y Lugares
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