Me asomo al mirador de San Pedro y vivo una explosión de sentimientos.
Mirador de San Pedro hacia Puerto de la Cruz
A mis pies se despliega una extensa platanera que rodea varias casas, como en un asedio, termina en el acantilado y compite en interés con las palmeras y algún drago. El azul profundo lo busco en el horizonte. La espuma blanca del oleaje traza una cinta que se quiebra y alza en forma de neblina.
Los colores y las formas se mezclan con mis recuerdos familiares. San Pedro ha querido regalar a la familia el premio de las reuniones con nuestros seres queridos. Es un pedacito de nuestro paraíso, de nuestro corazón colectivo, de nuestra felicidad inmediata al disfrutar de sus vistas y de la memoria eterna en nuestras conversaciones.
Los barrancos derrochan cuestas que van a parar al mar con sugestivos farallones que causan respeto. Forman pequeñas calas, entrantes, puntas soberanas hacia Garachico, al oeste, o hacia el Puerto de la Cruz, por el este. El sagrado Teide alarga sus brazos, o quizá el extremo de sus barbas, hasta el mar para bendecirlo todo. No nos cansamos de buscar nuevos matices, pequeños detalles, asombrosas realidades que cambian en cada ocasión. Por eso regresamos una y otra vez.
En esta ocasión decidimos penetrar en el ámbito que hemos contemplado desde las alturas y nos deslizamos por un sendero que sestea en descenso hacia la derecha. Ahora seremos parte de ese sueño real de naturaleza que se entrega al paseante. No hay pérdida. El que quiera puede desviarse a otros atractivos. Una divertida lagartija sale de su escondrijo, saluda como único comité de bienvenida, se marcha. Alterna el sol que más calienta con la seguridad y la sombra de las piedras.
La rambla y el sendero de Castro
La rambla y el sendero de Castro acogen nuestros pasos. Reciben su nombre de la hermosa hacienda de los Castro o del Mayoral construida por el comerciante portugués Hernando de Castro en el siglo XVI. Me cuesta creer que siga cerrada porque sería un excelente lugar para hospedarse y convencerse de las bondades del paraíso tinerfeño. Estamos en el municipio de Los Realejos. Para los más bélicos, el fortín de San Fernando con su mirador, que también impacta.
La caminata no es exigente. El desnivel es aceptable y se escapa de nuestra cabeza por el despliegue de hermosura que acompaña el suave y monótono rumor del Atlántico. Las casas blancas dominan la parte alta y causan una inmediata envidia. Nadie debería ser desgraciado al degustar la rambla, las flores, los bancales y los cultivos. Nos internamos hasta la cueva Madre del Agua. Respira para que penetre el aroma del sauce canario. El agua ha realizado un camino de incógnito filtrándose hasta saltar por las rocas impermeables.
Seguimos buscando una razón al entusiasmo que despierta en nosotros el mirador y este sendero. Quizá porque es parte de esa totalidad maravillosa que es Tenerife y su costa recortada e intrincada. Aunque es mejor no buscar razones y dejar que trabajen a destajo los sentidos que dejan sensaciones que elevan los corazones.
Elevador de agua de Gordejuela
Atravesando el barranco de la Calera alcanzamos el ámbito de la Gordejuela con su playa, su mirador y un antiguo y desgraciadamente abandonado elevador de agua. En Tenerife, la lluvia horizontal, la humedad en suspensión que riega de forma peculiar las plantas y árboles, se combina con obras hidráulicas que buscan aprovechar la fertilidad de los suelos y la bendición del potente sol, sol picón, como les gusta llamarlo aquí.
El elevador fue construido por la casa Hamilton en 1903. Fue la primera máquina de vapor instalada en Tenerife. El objetivo era elevar las aguas hasta la zona de plataneras y convertir esta área en la más fértil y rica de la isla. Sin tejado y con pintadas, las instalaciones que fueron de rabiosa vanguardia son ahora un símbolo de lo efímero. Las ruinas peligran y diría que sienten ganas de inmolarse arrojándose al mar.
El matorral, chumberas, pitas y otras especies se aferran al suelo en cuesta y se adaptan a la alta salinidad. El tabaibal-cardonal gana la partida a los elementos y contribuye al verdor general y salvaje.
Las nubes se vuelven algodonosas, redonditas, afectuosas con el cielo que se ha decidido a contribuir a la escena con un azul limpio que eleva la moral de los caminantes que suben y bajan, dejan atrás el barranco de Palo Alto y se encomiendan al final del sendero con fe y alegría. Para ello, nada mejor que solazarse con nuevas visiones de la costa, de los acantilados que se deslizan y luego se despeñan con ferocidad después de dejar un rastro de curvas y sinuosidades a las que se adapta con disciplina el sendero. Se abre una cala algo más alargada.
Mirador de Los Roques
El final del sendero, o su inicio, si vienes desde el Puerto de la Cruz, coincide con las calles de nombres florales: Geranios, Palmeras o Amapolas que atravesamos hacia el mirador de Los Roques.
En una playa que traza un amplio arco se enseñorean dos rezagadas e imponentes rocas que aguantan estoicamente el oleaje y nos brindan otra estampa que afloja el cansancio de nuestras piernas. Hemos tomado la prevención de dejar otro coche en estas calles. Aunque no nos hubiera importado repasar paisajes, vivir nuevas sensaciones. Al regreso, la perspectiva es diferente y los corazones laten con otra consistencia.
Quién no estaría feliz después de caminar por el paraíso.
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