Pacífico
Como en todo viaje, la obligación laboral siempre deja tiempo al esparcimiento y, sobre todo, a recorrer alguno de los lugares cercanos. Esta vez algunas horas de la tarde dedicaron mis acompañantes para darme a conocer la playa de Viña del Mar, rodeada con las aguas de un océano Pacífico, descubierto por el extremeño Vasco Núñez de Balboa, justamente quinientos años antes, que yo desconocía y que, por lejano quizá, miraba con asombro al ver la espuma blanca de sus olas chocando con violencia contra las olas. Me imaginaba, contemplando aquel escenario, a unos hombres de rostro aguerrido y cubiertos de armaduras y cascos vistosos buscando rutas para llegar a unas islas de riquezas legendarias, donde vivir en paz y armonía. El ambiente agradable de aquel paseo marítimo y la compañía de la que disfrutaba me hacían fantasear también sobre el paisaje idílico que estos exploradores querían encontrar: palmeras balanceadas por la brisa, mares tranquilos, pesca abundante, ni frio ni calor, nativos angelicales y una belleza sin límites.
Me llevaron a conocer también la Casa de España de aquella ciudad, reducto señorial y exclusivo donde octogenarios entrañables y portadores de una elegancia trasnochadas, venidos de más allá del mar muchos años antes, parecían querer retener la esencia de un tipo ya pasado y que no habrá de volver.
Valparaíso
Luego conocí Valparaíso, en un breve paseo desde cuyas empinadas cuestas podría otear otra vez un mar por el que surcaban con pausada calma varios barcos de enorme calado y tonelaje. Una maraña de cables cruzaba de fachada a fachada, enturbiando el azul del cielo con tanto desorden. En la parte alta de la ciudad entramos en un hotelito de aspecto inglés, cuyas nobles maderas contrastaban con el colorido y el bullicio de unas arterias centrales, en la parte baja de la ciudad, colapsadas por los coches, los autobuses y varios camiones de bomberos que, en ese momento, se agolpaban en los cruces de las calles. Me comentaron entonces, a título de curiosidad y ante mi extrañeza de ver a unos operarios tan poco atléticos, de oronda figura y barrigas prominentes, y rondando una edad poco propicia para el enfrentamiento contra los incendios, que aquella profesión, como tal, allí no existe. Los bomberos son voluntarios que acuden a los siniestros cada vez que se les requiere y sus recursos los consiguen con donaciones y aportaciones filantrópicas. Cuando el fuego se produce, ellos abandonan su trabajo, previo permiso de sus jefes, y acuden a sofocar las llamas con el retraso que todo ese proceso conlleva. Son recibidos entonces con improperios y malas maneras por los afectados ante la demora de su llegada. Curiosa forma, y quizá también comprensiva a pesar de ser injusta, de acoger a los que, en definitiva, son sus salvadores y que realizan una labor tan peligrosa por amor al arte y por pura afición y vocación de servicio a los demás.
Valparaíso
Tras las tardes de asueto y apasionante recorrido por paisajes urbanos tan desconocidos para mí, siempre terminaba el día entre las paredes del pub del hotel, provisto del mismo tono evocador de épocas pasadas que el resto del hotel. Allí, un pianista, de madura presencia, trajeado y engominado para la ocasión, regalaba a los parroquianos románticas melodías de boleros y canciones de famosos cantantes, en versiones que obligaban necesariamente a la nostalgia y al recuerdo. Amenizado por las melodías que en otro tiempo hiciera famosas Frank Sinatra, como las de New York, New York o Myway; o de Julio Iglesias y otros baladistas que quedarán para siempre en nuestra memoria y en la Historia de la Música más romántica y empalagosa, allí descubrí el suave y fresco sabor del pisco sauer, cóctel cuyo descubrimiento y autoría se disputan chilenos y peruanos. Cada noche, este combinado terminó sustituyendo a cualquier otra bebida mientras ingería un sándwich u otro breve refrigerio nocturno, haciendo de la solitaria cena un momento íntimo para el disfrute y la evocación. Y también motivo de un sueño agradable y reparador gracias a sus dotes adormecedoras, por mor de su composición en la que el alcohol cuenta con el debido protagonismo.
Cuando mi estancia en Viña del Mar finaliza, emprendo camino hacia a Curicó, ciudad del interior, donde continúo con el trabajo que me ha llevado hasta Chile. Esta ciudad de apenas ciento cincuenta mil habitantes y situada en la Región del Maule, en el centro del país, mantiene el sabor que transmiten las poblaciones apegadas al campo y a la agricultura. En concreto, allí se paladea un excelente vino, de calidad apreciada internacionalmente, como hacía yo cada noche que cenaba en soledad en un hotel moderno y funcional, muestra del desarrollo de esta ciudad que aún muestra las heridas del terremoto que tuvo lugar en 2010. Cierto escalofrío recorre el cuerpo al ver aún las mutilaciones que aquel temblor produjo en algunas de sus iglesias y edificios, algunas de las cuales mantienen en pie restos de sus muros como recuerdo de lo sucedido. Frente a eso, la quietud y la calma de sus plazas y calles y la sorpresa, como sucedió en mi segunda visita, allá por el mes de noviembre, en la que, bajo el calor de un verano en puertas, los centros comerciales aderezaban musicalmente sus espacios con nuestros villancicos típicos, dadas las fechas navideñas de alguno de mis viajes por allí. Se hacía extraño para alguien como yo, que siempre he asociado la Navidad con la nieve, el frío, el abrigo y la bufanda, subir y bajar las escaleras mecánicas de aquellos templos del consumo, provisto de ropa veraniega, y al son de “A Belén pastores…” o “Miran como beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer”.
El viaje hasta allí me llevó casi todo el día, acompañado por la cordillera andina, desde que parto de Santiago, una vez que un primer autobús me deja en una estación del centro de la ciudad, que me hace recordar otros desplazamientos de mi infancia, donde los motores de los autocares rugían como si estuvieran cansados antes de partir y donde las dársenas que recogían a los viajeros se convertían en un remolino de gentes y equipajes. Allí, como en aquellos tiempos, en donde los horarios pocas veces se cumplían, la espera se hace larga tras un retraso de más de una hora.
La rememoración de mis periplos infantiles continuó cuando comenzó esta segunda etapa del itinerario. Ahora la amplitud de un enorme autocar de dos plantes suplía la angostura de los antiguos vehículos colectivos en que el olor a gasoil y a cigarrillos mal apagados invadía todo el habitáculo. Y la tortuosa carretera de antes se sustituía ahora también por una vía de dos carriles en cada sentido. Pero el sabor provinciano del viaje se mantenía y la modernidad no abandonaba del todo todavía los usos de otras épocas.
A pesar de la rápida velocidad que se le supone a la circulación en las autopistas, aquel vehículo hacía paradas cada pocos kilómetros, apartándose al arcén derecho con la misma naturalidad del que hace un trayecto urbano. Y mientras los nuevos pasajeros se aposentaban en sus asientos, toda clase de vendedores subían a cada una de las plantas del vehículo ofertando sus productos culinarios –frutas, pasteles, golosinas– para hacer más liviano el trayecto al viajero. Aquello me recordaba aquellos versos del Libro del Buen Amor, en que Trotaconventos iba vendiendo sus baratijas:
La buhonera con su cesto va tañendo cascabeles,
revolviendo sus joyas, sus sortijas y alfileres.
Decía: “Llevo toallas! ¡Compradme estos manteles!”.
Cuando la oyó doña Endrina, dijo: -“¡Entrad, no receledes!”.
Así como la vieja usaba sus artes para introducirse en las casas de las doncellas y, en este caso, para engatusar a doña Endrina, así me figuraba yo a aquellos pequeños comerciantes, que se infiltraban durante unos pocos minutos allí para hacer su negocio.
Pero lo que más me sorprendió en aquel periplo de varias horas para recorrer ciento ochenta kilómetros fue la naturalidad y la calma con que los viandantes cruzaban, de lado a lado, la autopista sin temor alguno para evitar la molestia de cruzarla por los pasos elevados que, a cada cierta distancia, se veían. La perplejidad era mayor al ver a madres temerarias e insensatas cruzar con carritos de bebé mientras sujetaban con una mano a otro de sus retoños. Fue entonces cuando comprendí la lógica y macabra estampa que se dejaba ver a lo largo del asfalto, salpicado de cruces y pequeños monumentos conmemorativas a tanta imprudencia. Y comprendí también que la educación vial requiere de una de las cualidades más simples del mundo: el sentido común, algo difícil de inculcar en el ser humano.
Luego llegó la aventura para un viajero temeroso y neófito como yo. Me dieron instrucciones según las cuales lo que pudiera considerarse la parada de final de trayecto se encontraba en el interior de la ciudad. No obstante, y guiado siempre por el espíritu del terror ante lo imprevisto, cuando el autocar paró en la entrada de la ciudad y vi subir al vendedor de turno con su canasto de dulces y golosinas, algo me hizo pensar que había llegado al destino. Me bajé a toda prisa y cuando aquel transporte reemprendió su marcha me encontré solo, en el silencio de una carretera despoblada y acompañado, como siempre en aquel país, de una cordillera que, esta vez, la tenía situada delante de mí.
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