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Felipe Díaz PardoFelipe Díaz Pardo nació en Madrid en 1961, es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo el Diploma de Estudios Avanzados (D.E.A.) en Literatura Española. Ha sido profesor de Lengua Castellana y Literatura en Educación Secundaria, etapa educativa en la que fue director de instituto. Posteriormente, ha ejercido como inspector de educación en la Comunidad de Madrid y en el Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes durante más de 20 años. Además de su dedicación al mundo de la docencia, ha encontrado en la escritura una forma de desarrollar su vocación creativa. Entre la treintena de libros que ha publicado figuran: ensayos sobre temas educativos y sobre asuntos literarios, novelas, libros de relatos, un libro de viajes, libros de poemas y dos novelas juveniles. Asimismo, ha publicado artículos literarios y de investigación en diversas revistas especializadas y ha dirigido proyectos institucionales, como el proyecto Cíceros, para el Ministerio de Educación, de elaboración de materiales didácticos sobre todo el currículo de Lengua Castellana y Literatura en ESO y Bachillerato. Es miembro fundador de la Sociedad Española de Historia de la Arqueología (SEHA) y miembro del Comité Asesor de la revista Letra 15, revista digital de la Asociación de Profesores de Español “Francisco de Quevedo”. Felipe Díaz Pardo es colaborador habitual de Diario Siglo XXI. |
La acogida entre la gente de Chile siempre ha sido cálida y entrañable. Además del cariño de unas gentes acogedoras, de sus parajes agrestes y naturales, de la impresión de conocer la hilera andina, siempre al lado, también me llevé algo muy preciado para mí, dos antologías de poemas. Una de Gabriela Mistral (1889-1957) y otra de Pablo Neruda (1904-1973), los más universales poetas que ha dado Chile.
Como en todo viaje, la obligación laboral siempre deja tiempo al esparcimiento y, sobre todo, a recorrer alguno de los lugares cercanos. Conocí Valparaíso en un breve paseo desde cuyas empinadas cuestas podría otear otra vez un mar por el que surcaban con pausada calma varios barcos de enorme calado y tonelaje.
Cuando llegué a Chile, pronto me di cuenta de que la cordillera andina sería mi más fiel compañera, con la que compartiría gran parte de mi viaje. Esta vez, el taxi que me esperaba me llevaría desde Santiago a Viña del Mar en una mañana de domingo que se me antojó calurosa por la falta del aire acondicionado de un vehículo que había dejado de parecer confortable hacía ya muchos años.
Es fácil suponer que nuestro objetivo en centros educativos como el que aquí visitaba, así como en otros ubicados en América del Sur, es hacer llegar nuestra cultura mediante la inclusión y la integración en el currículo de esas instituciones escolares. En este contexto, los días de trabajo en Montevideo son tan satisfactorios como siempre. Siempre hay motivo para la celebración.
Mis viajes a Argentina tenían como obligado complemento la visita a Montevideo. Frente a los contrastes y la exuberancia, la tranquilidad de las pequeñas cosas, de las calles vacías, las plazuelas a la sombra de los árboles y el Río de la Plata bordeando la ciudad con la quietud de sus aguas grises y sin los grandes rascacielos de la ciudad porteña.
Tras las obligaciones, más o menos profesionales del viernes, llegó el fin de semana. Esos días, Buenos Aires se convirtió para mí en la ciudad que nunca olvidaré. Guiado por mi anfitrión, el ya conocido consejero de Educación, que tan generosamente se ofreció a acompañarme, conocí lugares habituales en la vida de un porteño y que me hicieron disfrutar de lo que podía ser la vida allí.
Mi tarea en Rosario terminó y hube de regresar a Buenos Aires, donde continuaría mi trabajo, esta vez en un colegio argentino en Vicente López, población contigua a la gran urbe, regentado por monjas teresianas, seguidoras del legado y la obra educativa de Pedro Poveda. En este centro educativo noté también el afecto por lo español y el cuidado por las cosas pequeñas.
El conductor del 'remís' me esperaba para trasladarme a Rosario. Un 'remís', lo que nosotros entenderíamos como un taxi, no es más que un coche de alquiler con conductor, en Argentina. Suele usarse para trayectos más o menos largos y, en mi caso, sería para recorrer los aproximadamente trescientos kilómetros que separan el aeropuerto bonaerense de Ezeiza de la ciudad rosarina.
Las aventuras y experiencias de mi primer viaje al continente americano comenzaron en el mismo instante en que pisé la terminal cuatro del aeropuerto Madrid-Barajas, camino de Buenos Aires. Las horas intempestivas en que había de producirse la particular singladura, así como lo insólito del acontecimiento para un neófito en la materia como yo, propiciaban la inquietud y ese hormigueo por todo el cuerpo que producen las vivencias nuevas.
El ambiente moderno, exquisito y cosmopolita de Tánger rompe con el recogimiento provinciano que hemos dejado en Tetuán. De lo primero queda constancia al observar la expansión de la ciudad, que queda patente en la aparición de nuevos barrios y edificios, que ya se divisan desde el avión, entre los que se encuentran la nueva estación de ferrocarril, en donde se puede tomar un tren que, en pocas horas, nos lleva a Casablanca. Lo segundo, lo podemos constatar en nuestra breve visita por algunos rincones de la ciudad.