Paisajes más allá de la frontera: Chile, la calma andina (1)

​Cuando llegué al país, pronto me di cuenta de que la cordillera andina sería mi más fiel compañera. El taxi me llevó desde Santiago a Viña del Mar en una mañana de domingo
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Cuando llegué a Chile, pronto me di cuenta de que la cordillera andina sería mi más fiel compañera, con la que compartiría gran parte de mi viaje. Esta vez, el taxi que me esperaba me llevaría desde Santiago a Viña del Mar en una mañana de domingo que se me antojó calurosa por la falta del aire acondicionado de un vehículo que había dejado de parecer confortable hacía ya muchos años.

Pexels andresca 12493053Viña del Mar

Prometiendo que le llamaría para la vuelta, algo que no pensaba hacer, dado el sofoco que me produjo el trayecto, despedí amablemente al conductor en cuanto me dejó en la puerta del Hotel O’Higgins, situado en la Plaza Latorre en pleno centro de la ciudad, albergue durante muchos años de los artistas que iban a participar al famoso Festival de la canción de Viña del Mar, del que uno tiene vagos recuerdos de la niñez. Su construcción, de mediados de los años treinta del siglo pasado, volvía a recordarme las películas americanas de la mejor época hollywoodiana, en la que los galanes, tipo Cary Grant o James Stewart, tenían sus líos amorosos y se cruzaban por los pasillos de sitios como aquel con Grace Kelly o Kim Novak.

El hotel sirve ahora también para eventos más modernos y prosaicos y menos glamorosos, como los cócteles de empresa y celebraciones diversas, en donde jovencitos con trajes elegantes y jovencitas con vestidos ajustados quieren emular, con poco éxito, la distinción de otros tiempos.

En mi última visita el establecimiento albergaba los últimos estertores de un acto electoral. Eran los últimos días de campaña y todos los salones y jardines estaban invadidos por seguidores de Sebastián Piñera, que sería elegido de nuevo presidente del país pocos días después, y cerraban la fiesta previa a las votaciones repartiendo insignias y bolsas con la efigie del candidato a todo aquel que con ellos se cruzaba.

Ese glamur de tan aparente escenario se me disipó enseguida ante la frialdad de los recepcionistas, que no me daban la habitación hasta las tres de la tarde. Así que, con el cansancio acumulado por tantas horas de vuelo y excursión por carretera, no tuve más remedio que recorrer varias veces las calles desiertas de los alrededores hasta entrar, después de hacer tiempo, en un restaurante cercano. El ambiente dominical flotaba en el local, donde las familias se juntaban a pasar el día de un modo que me resultaba familiar. Tan solo un pequeño incidente rompió aquel parecido, donde todo estaba dispuesto como en cualquier establecimiento español de este tipo –una parte para la zona de pastelería; otra, para la barra del bar; y otra para las mesas–, todo ello atendido por camareros vestidos con el uniforme tradicional de la hostelería, esto es, pantalón negro, chaquetilla blanca y pajarita o corbata, negras también. Sucedió a la hora en que aboné la cuenta. Me dispuse a levantarme del sitio, tras dejar las monedas que sobraban de la vuelta, como propina, cuando el empleado que me sirvió me dio el alto.

–Perdone, señor –me dijo–, pero aquí es obligado aportar el diez por ciento del importe de la consumición como propina.

No dijo es costumbre, es habitual, es tradición, etcétera, sino que me aclaró que era “obligado”, por lo que no tuve nada que objetar ante la claridad del mensaje.

–Ah, bien –contesté yo al instante y raudo me apresuré a seguir las indicaciones.

En el fondo, agradecí la advertencia y desde ese momento, me cuidé mucho durante la estancia en el país de practicar esa conducta inexcusable y forzosa. Era curioso ver, en ocasiones posteriores, cuando acudía a los restaurantes o cafeterías de los hoteles, que, en los tiques, siempre aparecía el concepto de “propina” en blanco, para que el cliente señalara la cantidad que se añadía al monto de la cuenta. Incluso, en algún caso, cuando pedía que el importe de la consumición fuera cargado a la habitación, el camarero, con timidez y educación, me sugería la idea de que la cuantía de dicha gratificación le fuera abonada en metálico. Siempre se aprende algo nuevo.

Dieron las tres y, por fin pude acceder a mi habitación, cuya decoración me llevaba, como digo, a épocas pasadas, donde el gusto y la elegancia de otros tiempos parecían resistirse a la modernidad. La austeridad de las maderas de la estancia convive allí con griferías pasadas de moda donde el dorado se sugiere bajo el desgaste del metal y recuerdan una exquisitez trasnochada. Los amplios pasillos de cada planta sirven de silencioso recibidor para el trasiego de unos empleados del servicio de habitaciones que saludan siempre con esmerada atención al huésped. Era el momento, pues, de aprovechar el relajo que proporcionaba el calor adormecedor de las primeras horas de la tarde, en que el sopor y la desgana empiezan a ejercer suavemente su función.

Al atardecer, como otras veces, fue cuando conocí a mis anfitriones, los dueños de los colegios que me tocaba visitar en esa ocasión: un matrimonio cuya dedicación está volcada en la enseñanza. Ella, una riojana con carácter, llegó a Viña del Mar hace más de treinta años. Se plantó en la parte alta y más pobre del barrio de Reñaca y pidió a la municipalidad un terreno donde construir su primer colegio. Con clara orientación cristiana y evangelizadora, se dedicó preferentemente a la atención de los alumnos más vulnerables –como se dice ahora– social y económicamente. Tiempo después, a pocas calles de allí, levantó otro centro, que junto con el primero son una referencia en la localidad y cuentan con un convenio con el gobierno español, de tal modo que sus alumnos obtienen la titulación de nuestro país. Estos colegios nacieron, según la publicidad de su página web, con una misión eminentemente evangelizadora y de promoción humana, a través de la educación católica. Su objetivo principal, según dice también, es el de educar personas que desarrollen sus capacidades intelectuales y formen su voluntad de manera que, optando por la vivencia de los valores evangélicos, puedan integrarse de forma eficiente en la sociedad.

Esperé a la entrada del hotel a que llegaran y enseguida me encontré dando un paseo por la ciudad en compañía de mis dos nuevos conocidos, que pronto me pusieron al tanto de mi misión allí y de la situación de la educación por aquellas tierras, siempre pendiente de reformas que no llegan a culminar e ideas sobre la educación que no convencen a nadie y que solo sirven para entretenimiento de los políticos. A la mañana siguiente, ese paseo se completó, como cada mañana que estuve en la ciudad, camino de unos de los colegios, en el que comenzaba mi trabajo, sonriéndome calladamente cada vez que mi guía, la directora de marras, se hacía la señal de la cruz en el pecho, por cada iglesia que pasábamos. Luego, en ambos centros educativos, al enseñarme sus instalaciones y llegar a las capillas existentes en cada uno de ellos, siempre eran obligados un par de minutos de recogimiento en los que esta mujer se arrodillaba y entonaba en silencio una breve oración ante el humilde altar allí instalado.

–Tú no eres muy religioso, ¿verdad? –me preguntóuna vez con cierto tono de guasa.

–Uf, pues no sé qué decirte. La verdad es que no mucho –solté yo, titubeante y saliendo como puedo del apuro.

Patio colegioPatio de colegio

Al margen de mis creencias religiosas, cada vez que visito estos centros, me invade una emoción difícil de describir ante el recibimiento que se me hace. Siento algo especial cuando la primera mañana, se convoca a todos los alumnos en el patio, formados en una cohorte de disciplinados estudiantes perfectamente organizados en unas filas que cada uno de sus profesores acompañan en aparente armonía. Se emiten los himnos de ambos países, se izan banderas, se modulan oraciones a la Virgen María y se pronuncian breves discursos, a uno de los cuales estoy obligado. Dada la necesidad provocada por la costumbre de corresponder a estas atenciones, ya me he creado un protocolo para hacer frente a estos actos. Con la habilidad de la que me han provisto estas situaciones, durante el tiempo protocolario en el que transcurrían las izadas de bandera, la audición de los himnos y el pronunciamiento de los discursos de bienvenida y agradecimiento por la visita por parte de los directivos y miembros de la comunidad educativa, organizo en mi cabeza la estructura de un breve guion con el que armar mi también obligada alocución, con la que corresponder a tantos generosos honores. Para estas situaciones, más o menos sobrevenidas, suelo identificar unas pocas palabras en torno a las cuales articular mi disertación: agradecimiento – orgullo – esfuerzo – valor añadido – distinción.

Alrededor de esos núcleos temáticos construiría esa espontánea disertación, con el fin de satisfacer y corresponder a los allí presentes, como merecido pago a sus atenciones. Empezaría, pues, agradeciendo la cariñosa acogida que se me dispensaba, así como el orgullo que, como representante del ministerio español, suponía para mí ver el interés que por nuestra cultura se demostraba en el centro. Asimismo, reconocería el gran esfuerzo que, para los alumnos y profesores de un país tan alejado del nuestros, si bien unido por los lazos de un idioma común, supone la dedicación y el afán por conocer nuestro arte, nuestra literatura, nuestra historia, nuestra geografía y nuestras costumbres. Aprovecharía al final de mis palabras, igualmente, para hacer ver la importancia de obtener un título académico español, de validez no solo dentro de nuestras fronteras, sino en todo el entorno europeo.

Niós bailando la cluecaNiños bailando la clueca

No tuve que esperar mucho tiempo para poder comprobar, en las visitas que iba haciendo por las aulas, esa estima y cariño por lo español. Según pasaba por las clases los chicos me mostraban sus saberes adquiridos como, por ejemplo, que el flamenco es el baile oficial de España, algo de todo punto insostenible, sobre todo para los españoles que no proceden de tierras andaluzas, o que la flor oficial en nuestro país es el clavel, algo que yo desconocía. En algún caso, y entre los más pequeños, esas informaciones se aderezaban o ilustraban con la muestra de algún baile representativo del país, la clueca; o de nuestro país, las sevillanas. Los mayores tenían, por el contrario, inquietudes más prosaicas, propias de la edad, que solían girar en torno al fútbol, sobre todo o, en el mejor de los casos, a preguntar por mi lugar de procedencia o a comentar algún lugar geográfico de su atención.

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