Cuando llegué a Chile, pronto me di cuenta de que la cordillera andina sería mi más fiel compañera, con la que compartiría gran parte de mi viaje. Esta vez, el taxi que me esperaba me llevaría desde Santiago a Viña del Mar en una mañana de domingo que se me antojó calurosa por la falta del aire acondicionado de un vehículo que había dejado de parecer confortable hacía ya muchos años.