Las aventuras y experiencias de mi primer viaje al continente americano comenzaron en el mismo instante en que pisé la terminal cuatro del aeropuerto Madrid-Barajas, camino de Buenos Aires. Las horas intempestivas en que había de producirse la particular singladura, así como lo insólito del acontecimiento para un neófito en la materia como yo, propiciaban la inquietud y ese hormigueo por todo el cuerpo que producen las vivencias nuevas.
En efecto, era medianoche cuando llegué a unas instalaciones en donde la oscuridad del fin del día, que se traslucía por las cristaleras que todo lo rodeaban, ganaba terreno fuera, pero quedaba olvidada dentro del recinto gracias a la luminosidad fabricada por la corriente eléctrica a través de diversas manifestaciones de su poderío –luces destellantes, carteles publicitarios, paneles anunciadores de horarios de salida de los vuelos…– y por el ajetreo que producía el trasiego de la gente.
En una situación normal, uno se fija también en todo aquello que le sorprende y que le hace la espera más entretenida. Por otra parte, la mezcla de ensimismamiento y cierta desorientación provocó en mí, sin embargo, la torpeza propia de los novatos. En este caso, sucedió lo propio de los momentos acelerados. Aunque a esas horas de la noche el público que transitaba por los amplios espacios de la terminal era escaso, tuve que esperar unos minutos hasta llegar al mostrador de facturación, dedicado a los viajes transoceánicos. Entretanto, solté el asa de la maleta que dejé junto a mis pies con el alivio por abandonar aquella pesada carga durante unos instantes. El sobresalto, no obstante, no tardó en aparecer. Aquel bulto, de dimensiones considerables, perdió el equilibrio dejando caer su enorme panza y atropellando en su desvanecimiento al viajero que delante de mí esperaba en la cola.
Lo inesperado del suceso y el peso de aquella mole hicieron mella en el hombre que se precipitó al suelo con la fragilidad de una tierna damisela y empezó a dolerse de una de sus piernas, miembro sobre el que recayó el impacto de la carga, con gran aspaviento. Al ver la tragedia abalanzarse sobre mi persona, creí que el mundo se me venía encima, que la vergüenza, provocada por las miradas de quienes estaban cerca, me impediría reaccionar. Solo pude acertar a susurrar unas palabras de disculpa mientras el damnificado, que seguía retorciéndose de dolor, a la vez que la chica que le acompañaba intentaba consolarle, me lanzó palabras de desprecio y humillación.
No sabía dónde meterme ni qué hacer ante tan embarazosa situación, siendo el malvado protagonista de la escena. “Ni que fuera culpa mía que se haya volcado la maleta”, me decía a mí mismo con el pensamiento. No obstante, a pesar de la mezcla de vergüenza y de rabia contenida ante la salida de tono de aquel individuo, pude mantener el tipo hasta que llegué al mostrador y entregué el equipaje a la señorita que amablemente me facilitó la carta de embarque.
Una vez superada la yincana que supone traspasar todas las pruebas impuestas en el control de pasajeros, entré de lleno en el paraíso de los viajeros liberados de toda pesada carga, prestos a volar hacia las alturas en busca de lejanos horizontes.
La noche se aventuraba larga y mi inexperiencia, y todavía confusos actos, me llevó a sentarme en uno de los restaurantes del lugar y engullirme una opípara cena. A la conclusión de haberme equivocado con esta decisión llegué un rato después, ya en el avión, cuando me sirvieron otro banquete nocturno, igual de tosco e insípido, y no supe decir que no a la azafata que me lo ofreció.
Durante mi estancia en la mesa en que di buena cuenta del festín culinario, basado en una ración de pollo asado con patatas fritas, sometidas al calvario de la congelación previa, y un vaso de cerveza –dieta calorífica poco apropiada para las horas de inactividad que me esperaban– me fijé en dos mujeres, de edad imposible de determinar, y que parecían sacadas de una telenovela venezolana. De seguro que una era mayor que la otra, pero era difícil descifrar aquel enigma, sin ayuda del carbono catorce, ante la exacta simetría de los rasgos faciales de sus figuras corporales.
Ambas, embutidas en unos tejanos tensados por el volumen de la masa corporal de sus muslos, presumían de unas caderas redondas y perfectas, esculpidas, con toda seguridad, a golpe de talonario. Los pechos, también tallados por expertas y hábiles manos de cirujanos especializados en asuntos de estética lucían redondos y erguidos, bajo unas prendas igualmente ajustadas. De sus rostros sobresalían unos pómulos tersos y abombados y unos labios, también abultados, merecedores del asombro de todo aquel que las miraba. Aquellas dos estampas, más propias de los alardes de espectáculos revisteros de épocas pasadas que de la sensualidad más exquisita, remataban su extravagante indumentaria con el tocado sobre sus cabezas rubias de bote, de sendos sombreros de ala ancha con los que parecían querer resguardarse de un sol caribeño inexistente por nuestras latitudes y en unas horas en las que se estaba anunciando la madrugada de un próximo día.
Si aquellas dos mujeres llamaron mi atención en aquel momento por su apariencia singular y por unos movimientos que daban cuenta del alto concepto que de su cuerpo y supuesta belleza ambas tenían, hubo otro en que volví a fijarme en ellas. Fue a la llegada, nada más aterrizar, cuando reparé de nuevo en su presencia. La casualidad quiso que coincidiéramos en el vuelo y en el pasillo del avión, cuando los pasajeros esperábamos la apertura de las puertas con la impaciencia que se había ido fraguando tras tantas horas de viaje, impaciencia que en ellas era más ostensible con gestos de malhumor y alguna que otra palabra y expresión malsonantes. Todo ello para llamar la atención, pensé yo, y para que todos nos fijáramos en ellas. Entretanto, yo me interesaba más por los comentarios de otros viajeros que me hacía corroborar mi opinión sobre las desigualdades que se producen entre quienes habitan en los países sudamericanos, donde unos dan muestra de una vida cómoda, y otros llevan una existencia miserable, como pude comprobar en este y otros viajes.
Mientras las puertas del aparato se abrían pude conocer el periplo vacacional de algunos de los allí presentes, que había transcurrido durante un mes, aproximadamente, por varios puntos geográficos de Europa y de Oriente Próximo. Así había quien, tras comenzar por Jerusalén, visitando Tierra Santa, habían visitado después ciudades como Viena, París o Londres, para terminar recalando en Madrid, capital de la madre patria, y dar fin de este modo a un peregrinaje de ensueño, cuyo coste económico es de imaginar después de varias semanas por hoteles, aeropuertos y demás necesidades añadidas que todo ello conlleva: he aquí los beneficios del turismo de calidad, como hoy viene a denominarse este tipo de visitantes o trotamundos de buen nivel adquisitivo.
Pero retomando el hilo de mi relato, y siguiendo con el orden cronológico de la historia, llegó el momento, después de consumir la cena equivocada que deglutí, en que me vi en la puerta de embarque. Allí, el alboroto de los viajeros, amontonados en torno al pequeño mostrador donde los empleados de la compañía esperaban las instrucciones para autorizar la entrada del pasaje a la aeronave era tal que aquellos hubieron de intentar poner orden.
Aquella masa de gente parecía no conocer el más mínimo principio de organización que requieren estas situaciones, en las que la formación de una fila de personas es lo normal. A eso estaba acostumbrado yo en los viajes que había hecho anteriormente. Los pasajeros nos colocábamos civilizadamente en una hilera que se iba formando minutos antes de la hora anunciada para el embarque, con la actitud apropiada y correcta de las personas acostumbradas a viajar. Pero en esa ocasión no ocurría así. El pasaje se jactaba a grandes voces de aquella forma de comportamiento, basada en la falta de compostura y mínima educación.
Una vez dentro del avión, cada cual buscó y se colocó en su asiento y se produjo la calma necesaria para que el largo viaje se desarrollara en la forma adecuada: cenas y comidas, luces apagadas, trasiegos intermitentes hacia el servicio… Esa calma adoptó vida propia durante varias horas hasta que la tranquilidad fue interrumpida por una voz que retumbó por todo el avión.
–Estimados pasajeros. Les habla el comandante. Tanto yo como el resto de la tripulación deseamos que el vuelo esté siendo de su agrado. En estos momentos nos encontramos sobrevolando el océano Atlántico a una altitud aproximada de diez mil metros. Nuestra velocidad máxima operativa en estos instantes es de unos novecientos kilómetros por hora. En breve alcanzaremos la costa del continente americano, efectuando nuestra entrada por Brasil. El motivo de mi intervención a estas horas de la madrugada, y por lo que les pido disculpas, no es otro que el de informarles de que hemos de tomar tierra en Fortaleza, donde se encuentra el aeropuerto más próximo, para evacuar a un pasajero que ha sufrido una indisposición. Previamente, siguiendo las normas internacionales de la aviación, hemos de deshacernos del combustible en pleno vuelo. Tal contratiempo nos obligará a tener que repostar de nuevo antes de volver a despegar. Una vez llevada a cabo esta operación, reanudaremos el vuelo rumbo al aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires. Les pido, por tanto, que durante la maniobra de aterrizaje permanezcan sentados con el cinturón de seguridad abrochado hasta la completa parada del avión.
En mitad de la pista, la oscuridad de la noche sumió en un profundo silencio a todos los que nos encontrábamos allí, silencio que se mantuvo durante las cinco horas que, al parecer, fueron necesarias para hacer descender de la nave al incauto que, según se comentaba después, había mezclado alcohol con antidepresivos en un alarde de inconsciencia, y para llenar de combustible nuevamente el avión. Era un silencio infinito, semejante al de la nada, el que se escuchaba entre los asientos, sin que nadie se atreviera a emitir protesta alguna, hasta que el avión tomó pista otra vez y se lanzó hacia unas estrellas que pronto desaparecerían por el destello de la mañana.
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