Es fácil suponer que nuestro objetivo en centros educativos como el que aquí visitaba, así como en otros ubicados en América del Sur, es hacer llegar nuestra cultura mediante la inclusión y la integración en el currículo de esas instituciones escolares, con los que se firma un convenio, de asignaturas con las que sus alumnos adquieran los conocimientos que la administración española pretenden que se alcancen para la expedición del título español correspondiente. Es una manera más de hermanar conciencias y hacer posible mayor cercanía entre seres que están separados por tantos kilómetros de mar, pero unidos por un idioma común.
Montevideo
En este contexto de constatación y supervisión, en el que es obligado comprobar que en esos colegios se cumple con los requisitos exigidos, los días de trabajo en Montevideo son tan satisfactorios como siempre. Siempre hay motivo para la celebración. En una ocasión puede ser la coincidencia con el doce de octubre, fecha que, de una u otra manera, se conmemora en los países del Sur de América. En otra, se aprovecha el cuarto centenario de la muerte de Cervantes, como sucedió en mi última estancia. Y siempre también el cariño y el afecto de toda la comunidad educativa que visito; y siempre el aprecio, admiración y respeto por lo español.
Con motivo de la citada efeméride cervantina, alumnos y profesores, a los que yo acompañé, se desplazaron a un pabellón deportivo de las inmediaciones. Allí niños y niñas de diferentes cursos y edades representaron, con inocencia y espontaneidad, fragmentos de la biografía del autor alcalaíno y de algún fragmento de su famosa obra, ante un auditorio entregado, formado por sus padres y abuelos, como suele pasar en estos casos.
Después, como es costumbre, palabras de salutación y halago para el visitante que era yo y que, de vez en vez, acude por esos lares a disfrutar de buenos momentos, al tiempo que supervisa documentos y visita clases donde los alumnos aprenden detalles de nuestra cultura, costumbres y geografía.
En una de esas aulas, fue simpática la reacción de una niña quien, tras las breves palabras que compartí con ellos, me miro con su tierna mirada y me dijo:
–Qué bien hablás vos.
Antes de entrar, ya me comentó el director, que me acompañaba, que gusta por aquellas latitudes oír nuestro acento, si bien también me recriminó, en tono amable, que nuestra entonación y forma de hablar nos da cierta fama de ariscos. De nuevo, pude comprobar con estas apreciaciones la riqueza de variedad de un idioma que se habla por lugares tan distantes y diferentes.
No tan agradable fueron las sensaciones cuando, fruto de mis análisis e indagaciones, comprobaba que, a pesar del empeño que los docentes ponen en estos colegios por enseñar parte de nuestra esencia, les faltan los conocimientos, puramente técnicos y de contenidos, para llevar a cabo su labor, como alguno de ellos me reconoció. No obstante, independientemente de cualquier consideración sobre la formación del profesorado, lo que queda claro es el estrecho vínculo que supone el interés y esfuerzo por conocernos. Ese vínculo lo mantiene el centro visitado, si cabe con más intensidad, gracias al fútbol y en concreto gracias al Real Madrid. La Fundación de este equipo recibe cada año en Madrid a un grupo de escolares de este colegio, quienes pasan unos días en la capital, disfrutando de nuestros monumentos y museos y también, claro está, de la pasión que permite este deporte entre los jóvenes y menos jóvenes.
Es curioso ver en el mapa la escasa distancia existente entre Montevideo y Buenos Aires y la necesidad de emplear un transporte tan poco acorde para tan poca distancia entre una ciudad y otra como es el avión. Estas metrópolis se encuentran situadas a ambos márgenes del Río de la Plata, pero su traslado en coche es lento y tortuoso. Dos posibilidades ofrecen el transporte por carretera: tomar el ferry y seguir por tierras uruguayas, en un viaje de doscientos ochenta kilómetros, para lo cual es necesario invertir cinco horas y media, aproximadamente; o emprender viaje terrestre también, subiendo hacia el Norte y descendiendo hacia el Sur después, en forma de triángulo para sortear accidentes geográficos, en un viaje de seiscientos kilómetros y más de siete horas de periplo.
Estas razones me obligaron, la primera vez, a realizar en avión el trayecto Buenos Aires-Montevideo, desde el aeropuerto bonaerense al que hube de volver posteriormente para retornar a España. Era tan corto el viaje y tan largo el preparativo (remedando torpemente aquellos versos de una letrilla de Góngora: tan corto el placer, tan largo el pesar), que tuve la sensación de realizar un viaje en metro más que un traslado de un país a otro con agua de por medio. Y todo ello con lo que conllevan los desplazamientos al aeropuerto, los controles, las esperas, etcétera, para recorrer tan solo doscientos veinte kilómetros en apenas cuarenta y cinco minutos de vuelo, de los cuales treinta de ellos se van en el tiempo de rodaje del avión por la pista, la entrada en la zona de despegue, el despegue propiamente dicho, el aterrizaje y algún que otro rodeo sobre la ciudad, si es el caso, esperando a recibir autorización para tomar tierra. A todo esto, hay que añadir la recogida de equipaje, si se factura, y a rezar para que la velocidad del viento y las condiciones meteorológicas no dispongan otra cosa.
Por eso, en mi segunda visita por aquellas latitudes, opté por otro medio de transporte que no conocí hasta ese momento: el buque bus Papa Francisco, bautizado así en honor del pontífice argentino recientemente fallecido. Es el barco de pasajeros más rápido del mundo. Se trata de un buque de última generación para mil pasajeros y unos ciento cincuenta automóviles, más o menos, propulsado por potentes turbinas de gas natural licuado que cubre la ruta Montevideo-Buenos Aires de doscientos kilómetros, en unas dos horas, aproximadamente. El día, lluvioso, me impidió disfrutar plenamente de las vistas que de las aguas se me ofrecía a través de la ventanilla, sentado cómodamente en mi asiento de primera clase, y embutidos mis zapatos en fundas de tela que me proporcionaron al embarcar, siguiendo la política de la compañía, por la cual se pretende reducir la circulación de virus y bacterias por la embarcación. No obstante, pude deleitarme durante el tiempo del trayecto visitando las distintas zonas del barco a las que pude acceder, como la cafetería, la tienda duty-free, la oficina de cambio y las amplias escaleras, que comunicaban las cubiertas, dando al breve viaje cierto tono de exclusividad, propio de los cruceros trasatlánticos que todos nos imaginamos. La llegada a Puerto Madero, en pleno centro de Buenos Aires, daba fin a un cómodo viaje, sin los trajines de los aeropuertos y me devolvía otra vez al bullicio de la modernidad, del que me había visto alejado durante los pocos días que gocé con la serenidad y sosiego en la apacible ciudad uruguaya.
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