Paisajes más allá de la frontera: Argentina, el elegante contraste (3)

Mi tarea en Rosario terminó y hube de regresar a Buenos Aires, donde continuaría mi trabajo, esta vez en un colegio argentino en Vicente López, población contigua a la gran urbe
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Mi tarea en Rosario terminó y hube de regresar a Buenos Aires, donde continuaría mi trabajo, esta vez en un colegio argentino en Vicente López, población contigua a la gran urbe, regentado por monjas teresianas, seguidoras del legado y la obra educativa de Pedro Poveda. En este centro educativo noté también el afecto por lo español y el cuidado por las cosas pequeñas. Así, veía, por ejemplo, como la biblioteca era atendida por un muchacho que con mimo trataba cada uno de los ejemplares que allí se guardaban como si de un tesoro se tratara. Allí no habían llegado todavía los libros electrónicos, me decía, objeto algo caro todavía para ellos.

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Buenos Aires

En aquel colegio, debido al deseo por agradarme querían demostrarme lo que sabían de nosotros y para ello hacían uso de tópicos manidos sobre nuestro país, todavía existentes por aquellas latitudes. Lo pude comprobar al entrar en unas de las clases de los últimos cursos de lo que en nuestro sistema educativo equivale a la Educación Primaria. Una de las niñas más aplicadas fue la encargada, con toda ceremonia y orgullo, de exponer una pequeña muestra de lo que sabían de nosotros: que comemos un tipo de comida que llamamos “tapas”; que tenemos por costumbre echar la siesta; que las mujeres suelen utilizar como atuendo habitual el traje de sevillana; o que también nos gusta correr delante de los toros. Si bien la escena fue simpática, no pude dejar de pensar que todavía hay muchas imágenes que se han de desterrar de nuestra tierra. Y así se lo hice saber a la maestra.

Llegué a Buenos Aires un anochecer de jueves, en el mismo remís de la ida. Me esperaba un fin de semana en la ciudad porteña que disfruté gracias a la excelente acogida que me brindó el Consejero de Educación de nuestro Ministerio de Educación que, a la sazón ocupaba el puesto. El atasco era monumental a la llegada a la ciudad, lo que nos hizo llegar en ese momento de la caída del sol en que los lugares nuevos se convierten en algo totalmente desconocidos y de difícil ubicación hasta pasados unos días. No obstante, en este caso no fue así.

El hotel estaba situado en San Martín, entre Paraguay y Marcelo Torcuato Alvear, una calle estrecha, propia de los lugares más o menos céntricos de una ciudad, propicia siempre al bullicio, como ocurría aquella tarde, cuando tuvimos que esquivar el tumulto de alguna pequeña manifestación que estaba teniendo lugar en esas horas.

Después de tomar posesión de la habitación y librar de la presión de la maleta las prendas más sensibles a las arrugas, me lancé con la precaución y la valentía, al mismo tiempo, de los principiantes a buscar algún sitio cercano donde cenar. También pude comprobar en esos primeros tanteos de exploración, no sin cierto agobio –lo confieso-, que los enchufes existentes allí no se parecían en nada a los que yo conocía de toda la vida, algo en lo que no reparé en Rosario. No obstante, tal imprevisto pudo ser solventado cuando, al día siguiente, alguien me sacó de mi zozobra y del apuro que suponía no poder utilizar ninguno de los aparatos electrónicos que llevaba al indicarme que, en la recepción del hotel, siempre al quite de estos desajustes intercontinentales, me proporcionarían un adaptador con el que resolver el terrible problema.

Crucé, pues, la calle y a escasos metros, en la esquina con Paraguay, di con la cafetería “El establo”, de claras reminiscencias españolas, pues en nada difería de los bares que yo conocía de nuestro país. La sorpresa total se produjo al acércame a la puerta de entrada y vi pegado en el cristal un anuncio que me llenó de gozo y de un sentimiento patriótico pocas veces experimentado. Rezaba el cartel: “Hay callos a la madrileña”. Allí entré sin dudarlo y me a abalancé con igual determinación hacia la barra.

En efecto, aquel lugar hizo sentirme como en casa desde el primer instante. Enardecido por la euforia pedí sin pensarlo una ración de aquel manjar propio de la casquería más auténtica y preciada de nuestras latitudes, ahora más que nunca por mi paladar. El camarero y los comensales que me rodeaban en el mostrador me regalaron una sonrisa amable al notar, pienso yo, mi acento peninsular, diferente del porteño que delataba mi condición de extranjero proveniente de la madre patria y, sobre todo, las ansias e ilusión con que pedí aquel plato. Comí aquella vianda con la placentera sensación de ver cómo tan lejos de casa uno podía sentirse tan cerca de ella al mismo tiempo. En este momento me vino, de nuevo, otro pasaje de una de nuestras obras clásicas. Aquel en el que Lázaro de Tormes describe las ansias con que el escudero, uno de sus amos, le ve comer. En el caso que nos ocupa, el papel del escudero hambriento lo representé yo, mientras que el de Lázaro lo interpretaron todos los parroquianos que me miraban.

Tras el deleite culinario de aquella noche, bien merecido después del viaje desde Rosario, llegó el día siguiente, un viernes que anunciaba un prometedor fin de semana, de cuyos pasatiempos me encontraba totalmente ajeno hasta el momento.

Para aprovechar ese último día de trabajo semanal, visité las oficinas de las autoridades educativas españolas implantadas en el país a las que dedico mi tarea profesional. Tomé o agarré un taxi –que no “cogí”, por evidentes razones de malinterpretaciones semánticas- y me planté en la Avenida de Mayo, en donde tal institución tiene sus dependencias. Fue la primera vez que pude conocer la magnitud de la Avenida Nueve de Julio, surcada por más de media docena de carriles en ambas direcciones, donde los vehículos rugían sin cesar hacia los dos extremos de la vía, en uno de los cuales se erigía a lo lejos el emblemático obelisco, icono de la ciudad, que conmemora la primera fundación de la ciudad por don Pedro de Mendoza.

Tras una breve espera, el responsable de aquella unidad representativa de nuestro Ministerio de Educación en Argentina me recibió con la calidez propia de quien acoge a los paisanos de lejanas tierras. Departimos durante un tiempo sobre los asuntos profesionales que me llevaba allí –y que poco interesan ahora a mi relato– para después invitarme tomar un café en el Bar Iberia, situado en la otra acera, cruzando cuanto la calle Salta.

Allí, mientras los camareros de exquisita y pulcra vestimenta nos atendían, ya bastante mediada la mañana, el consejero me propuso un plan con el fin de no dejarme abandonado a mi suerte en una ciudad desconocida, toda vez que él no podía dedicarme toda su atención, ante las tareas, más o menos representativas, que le quedaban por hacer ese día. El presidente de una comunidad autónoma española se encontraba haciendo una gira promocional de su región por varios países hispanoamericanos y ese día le tocaba recalar en Buenos Aires. Estaba a punto de llegar y su primera actividad consistía en la visita a un centro escolar de niños sordos de la localidad, al que dicho gobierno autonómico había concedido un pequeño premio por la labor social que llevaba a cabo, y de este modo estrechar lazos al otro lado del charco.

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Buenos Aires

El viaje le brindaba ahora al mandatario regional la oportunidad de poder hacer los honores que esta institución se merecía y, de paso, sacar algún provecho promocional a su viaje. Por la tarde, continuó contando el consejero, tendría lugar una recepción en la embajada española con motivo de esta visita, supongo que obligada cuando se trata de la llegada de personajes políticos de determinado nivel, a la que asistirían representantes de la comunidad española, residente en Buenos Aires. Aproveché el ofrecimiento sin dudarlo. Sería la forma de ampliar mi horizonte de experiencias relacionales con personajes de alta alcurnia política e institucional, me dije, al tiempo que me serviría para no aburrirme en una ciudad tan inmensa como desconocida para mí.

Al rato nos dirigimos en taxi al mencionado colegio, al que llegamos los primeros. Expectantes, profesores y alumnos aguardaban a la comitiva de españoles que venía encabezada por el embajador de España en Argentina, un hombre de buena planta, tan preocupado por mantener en orden su flequillo como por saludar con simpatía y amplia sonrisa a todo el que se le puso delante cuando llegó.

Mientras llegaban los invitados, los profesores del centro nos enseñaron la pequeña y acogedora biblioteca que habían construido con el pequeño monto económico del premio. Me sorprendió ver, como otras veces pasaría en mis viajes, el aprovechamiento de aquel pequeño capital, al tiempo que pensaba que en nuestra tierra apenas hubiera dado aquel dinero para cuatro mesas y cuatro sillas, tal es el sentido del aprovechamiento que tenemos de lo comunitario y ajeno.

Bajamos a la entrada del edificio y no tardó en entrar el séquito, encabezado por el susodicho presidente de la comunidad autónoma y el embajador acompañados por casi una docena de súbditos –y súbditas– semejante al que aparece en las visitas de los mandatarios o ilustran los cuentos infantiles donde, tras el príncipe y la princesa, aparece una cohorte de servidores, llevando regalos y viandas. Parecía aquello una audiencia real en pequeñito, donde todos se movían de un lado a otro con cierto nerviosismo y ansiedad, abriendo paso a la majestad del momento, quien iba repartiendo saludos, sonrisas, apretones de manos y presentaciones a todo el que se iba poniendo delante.

Subimos de nuevo al pequeño recinto de la biblioteca y allí nos apiñamos todos en torno al grupo de escolares escogidos para hacer efectiva y mediática la entrega del premio. Cada miembro del séquito tenía un cometido que hacer. Uno se encargaba de colocar al presidente en el sitio adecuado; otro no perdía detalle de los movimientos de aquel que eran captados con su cámara fotográfica; otro, portátil en mano, tomaba notas como podía de aquel momento para la crónica que al rato lanzaría por internet para conocimiento mundial; otros iban organizando la entrega de regalos que estaba previsto realizar… Así hasta dar una razón a cada uno que justificara su presencia allí.

Fue emotivo ver cómo aquellos alumnos, con su voz hueca y entrecortada a causa de su sordera, ayudados por unos gestos aprendidos para comunicarse, contestaban con gracia y hasta con cierta ironía a las palabras estereotipadas y consabidas de aquel personaje vestido de traje y de atildada presencia, cuando se les entregaban los regalos venidos de lejanas tierras, como providenciales reyes magos llegados de improviso. Así, como si de una muestra de agradecimiento llevada a cabo por antiguas delegaciones diplomáticas se tratara, se fue desarrollando el acto, entregando con toda ceremonia, los dulces típicos de la tierra de origen de los comisionados, las camisetas del equipo de fútbol de la primera ciudad de aquel territorio, a punto de descender a la segunda división de la liga española, firmadas por los jugadores; y hasta fotografías del mejor tenista que ha existido en España, también hijo de aquellas tierras y también con su rúbrica estampada sobre su imagen.

Por la tarde, el escenario cambió. Frente al tono humilde, popular y cercano de la actuación de la mañana, tocaba ahora la formalidad y pomposidad de los actos oficiales. Dos policías nacionales españoles, con los que cuenta el servicio de seguridad, nos recibieron a la puerta del edificio de la embajada. Tras comprobar nuestros nombres y condición, nos dejaron entrar en aquella mansión de tres plantas, tejado de pizarra y apariencia propia de las mejores mansiones de corte europeo.

Empezó a llegar gente, proveniente, la mayoría, de la comunidad española en la ciudad, ya fueran residentes o funcionarios destinados allí. Mientras tanto, camareros con uniforme impecable y camareras con cofia servían un aperitivo entre aquel grupo de personas que se trataban con familiaridad, como si se conocieran todas. Al rato aparecieron también los protagonistas del evento, uno como organizador del mismo –el embajador– y otro como merecedor de tantas atenciones –el presidente de la comunidad autónoma–.

Me sentí entonces alguien importante en aquel festejo marcado por el protocolo cuando el diplomático, en una de sus rondas por entre aquella multitud, ya no me consideró alguien anónimo. Eso sucedió al presentarme a uno de los presentes como “el inspector” que venía de España. Luego, la familiaridad se consolidó cuando, incluso, el mismo presidente autonómico intercambió unas insustanciales palabras conmigo, circunstanciales sin duda también, pero muestra del ambiente cordial del convite. No en vano, este encuentro pudo haberse convertido en el principio de una buena amistad como puede comprobar otro día, tiempos después, ya en España, cuando transitando yo por la carrera de San Jerónimo, en Madrid, justo en uno de los laterales del Congreso de los Diputados, coincidí con el político que conociera en tierras tan lejanas. Nuestras miradas se cruzaron por la acera y, al instante, se dirigió a mí. Hablamos unos minutos, refiriendo nuestro pasado encuentro y nos despedimos afectuosamente, deseándonos mutuamente encontrar la oportunidad para vernos de nuevo. 

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