El ambiente moderno, exquisito y cosmopolita de Tánger rompe con el recogimiento provinciano que hemos dejado en Tetuán. De lo primero queda constancia al observar la expansión de la ciudad, que queda patente en la aparición de nuevos barrios y edificios, que ya se divisan desde el avión, entre los que se encuentran la nueva estación de ferrocarril, en donde se puede tomar un tren que, en pocas horas, nos lleva a Casablanca. Lo segundo, lo podemos constatar en nuestra breve visita por algunos rincones de la ciudad.
Villa Josephine
Uno de ellos es la Villa Josephine, situada en la zona de “vieillemontagne”. Construida a principios del siglo XX, ha contado con varios propietarios a lo largo de su existencia. El más famoso fue el inglés Walter Burton Harris, aventurero inspirador de la leyenda de Indiana Jones. Posteriormente, fue propiedad del duque de Tovar, grande de España, que tras una vida de lujo terminó arruinándose en esta misma ciudad. Finalmente, fue la residencia de verano de Glaoui, Pasha de Marrakech, hasta que, en 2004, durante unos años de abandono, se convirtió en hotel. Sus vistas al Estrecho de Gibraltar, sus diez habitaciones de lujo y sus salones de estilo inglés la convierten en un lugar representativo del esplendor de épocas pasadas. La nota de exotismo y colorido, además de la exuberancia que proporcionan las hortensias y geranios de sus jardines, la proporciona, en una de las salas, el cuadro del pintor catalán Josep Tapiró. La variedad cromática del retrato, gracias a la vestimenta y a la piel negra del retratado –tal vez un miembro de alguna tribu o clan de la región–, es muestra del orientalismo, corriente artística a la que se adscribió la pintura de este creador después de llegar a Tánger, en 1871, donde se instaló definitivamente en 1876, entusiasmado por el Marruecos que conoció en sus viajes, y en donde murió en 1913.
Tras conocer la fastuosidad de aquella estancia, y hospedarnos en hoteles que inspiraron a Matisse inmortales obras como su “Paisaje visto desde la ventana”, una vista por la casba tangerina nos situó en otra dimensión de la ciudad. Allí, las calles estrechas, las pequeñas salas para la oración que se espían a través de las ventanas o los mendigos solicitando alguna moneda nos coloca en la verdadera realidad. Para sortearla, entramos en alguno de los locales y restaurantes más visitados de la zona. Desde sus azoteas podemos imaginar, bajo el oscuro ciego del atardecer y guiados por los brillos luminosos de lo lejos, las luces que se otean al fondo. Y una vez dentro de uno de ellos, saborear una cerveza, disfrutando del suave sonido que ofrece una melodía de jazz o el suave murmullo de los contertulios, hablando de las diferentes lenguas de los visitantes que estamos allí.
Larache ya fue española, allá por los comienzos del siglo XVII, como lo atestiguan varios poemas de Góngora, unos más humorísticos, otros más heroicos. En concreto, los siguientes versos aluden a la gloriosa toma de Larache, librándola así de las garras de los infieles, de 1610:
“Larache, aquel africano
fuerte, ya que no galán,
al glorioso San Germán,
rayo militar cristiano
se encomendó, y no fue en vano,
pues cristianó luego al moro,
y por más pompa y decoro,
siendo compadre él mismo,
diez velas llevó al baptismo
con muchos escudos de oro.
A la española el marqués
lo vistió, y dejar le manda
cien piezas que, aunque de Holanda,
cada una un bronce es”.
Larache
Tal vez vengan de aquellos tiempos las reminiscencias hispanas en esta pequeña ciudad marroquí de poco más de cien mil habitantes, situada al noroeste del país. Sus callejuelas encaladas de blanco y azul recuerdan el ambiente luminoso de los pueblos andaluces del sur de la península y el nombre de sus calles y rincones aún delatan la presencia española tiempo atrás. Su relación con nosotros, a través del Protectorado que se estableció entre 1911 y 1956 en el Reino Alauita, se deja notar también en los nombres de algunos de los establecimientos –el hotel España, el hotel Málaga, el café Madrid– y en las plazas y arterias, de origen español, sustituidos ahora por nomenclatura autóctona. A la ciudad se accede por la calle Mohamed V, antigua Reina Victoria, principal vía de la ciudad, adornada en su momento por bancos y azulejos que le daban colorido y actualmente reformada y peatonalizada.
Cerca de allí, en el balcón del Atlántico, donde se encuentra el café de mismo nombre y al lado también del Consulado de España, el atardecer se abre sobre el acantilado en multitud de colores y rayos de luz que un abanico de tonos y matices que convierten el paisaje, que desde allí se divisa, en un cuadro que invita a la calma y a la contemplación. A lo largo del paseo que por allí también se extiende, las gentes aprovechan ese momento del día para sentarse en los muros o barandas que bordean las aceras y esperan la caída del sol. Aún el turismo en masa no ha llegado a estos confines y uno puede sentirse dueño de un trozo del horizonte, sacar la silla al fresco, como se hacía en los pueblos antiguamente y contemplar el panorama viendo, sencillamente, pasar a los vecinos.
Antigua ciudad de Lixus
Pero Larache no son solo recuerdos y reminiscencias de lo español. Su relación con el mundo romano se percibe también al visitar las ruinas que, en otro tiempo, para los fenicios y los romanos fue la antigua ciudad de Lixus, cercana a la zona urbana actual. La leyenda sitúa allí el mítico “Jardín de las Hespérides”, donde el dragón Ladón guardaba las manzanas de oro. Desde lo alto de ese mundo, ya pasado, se ve a lo lejos el río Lucus, cuyos meandros se extienden por una zona pantanosa hasta su desembocadura. Allí, primero los fenicios y después los romanos crearon un puerto que hacía navegable un río, un gran templo al estilo de Cartago, unas termas, un anfiteatro y todo un barrio rodeado de murallas que protegían las casas de los mercaderes y los almacenes, en cuyo interior se esconden sótanos con escaleras, bóvedas y columnas. Parte de tanta ruina secular pude recorrer la tarde en que llegué mientras la otra parte la recreaba en mi mente desde aquellos cerros que con tanta facilidad pueden avivar la imaginación.
La antigüedad también da paso a otros lugares singulares de Larache, esta vez marcados por las referencias literarias que en ellos encontramos. Dos grandes escritores de la literatura de los últimos tiempos disfrutan de la brisa que proporciona el acantilado sobre la bahía de Larache al cementerio español que existe en la localidad. En él yacen, uno a la vera del otro, el francés Jean Genet, desde 1986 y el español Juan Goytisolo, desde 2017. Este último descansa en una colina que mira al Atlántico, rodeado de compatriotas muertos, muchos de ellos soldados de las guerras que nuestro país ha librado con Marruecos en épocas pasadas.
Por último, y en relación con esta entrañable ciudad, diremos que, a pesar de su escasa oferta hotelera, encontramos el más pintoresco lugar de hospedaje de todos los viajes realizados. El establecimiento está situado frente al mercado de abastos, por lo que el cruce de la calle en donde se ubica se convierte en un hervidero de gente durante la mañana. Regentado por un anciano octogenario español que en su niñez recaló en Larache, presenta todas las comodidades que permite la sencillez del lugar y cuenta con un buen restaurante y con bebidas alcohólicas para el visitante ajeno a las costumbres del lugar.
Pero si Larache, a mi parecer, representa lo más auténtico del mundo marroquí, con sus habitantes contemplando el Atlántico cada atardecer o paseando tocados con las capuchas de sus chilabas por las plazas y callejas, coloreadas con el azul del mar, Casablanca se postula como la gran ciudad que quiere ser, con sus nuevos edificios y sus gentes en donde conviven la pobreza y la modernidad, al mismo tiempo.
Allí, el tráfico endiablado juega a crear una gran urbe con sus avenidas, esquivando a los peatones, mientras la medina sigue en su sitio, con los tenderos regateando y ofreciendo toda clase de artículos, desde aparentes relojes de imitación a equipaciones de los equipos de fútbol más importantes del momento a precios irrisorios; desde baratijas y bisutería de última moda a plumas estilográficas de las marcas más codiciadas, también falsas. Una tarde por esas estrechas travesías supone viajar a un mundo de celuloide para comprobar que, a pesar de lo que uno se piensa, todavía existe. Significa adentrarse en una parte de la ciudad que los mismos marroquíes más pudientes confiesan no visitar para no mezclarse con el pueblo llano.
En la pequeña parcela de la cotidianidad de la ciudad, que yo conocí, y que se circunscribe al entorno profesional en que me desenvolví durante los días en que recalé en Casablanca, las personas que conocí no eran representativas de los habitantes que por ella se mueven. Dentro del recinto escolar que visité, las familias hacen gala de sus profesiones liberales y de los destinos universitarios de sus hijos. Fuera, la ciudad discurre a la velocidad de siempre y con la misma rutina de siempre sin contar con ellos, que viven al margen de aquella realidad. Esa disparidad entre lo tradicional y lo novedoso la pude observar a través de los lugares que iba visitando, que iban mostrándome ese afán por olvidar el pasado, por incrustar la modernidad en la esencia misma de la ciudad.
Para empezar a comentar mi periplo por algunos de esos lugares, dos grandes torres dan cuenta de ese adelanto en el centro de Casablanca. Las torres gemelas las llaman también, tal vez como homenaje a las desaparecidas en Nueva York. Se encuentran situadas entre las avenidas Zerktoni y Almassira y desde el restaurante y cafetería situado en la última planta de una de ellas se puede disfrutar de una vista panorámica de toda la urbe. Como todos los edificios de esta categoría y concepción, alberga, asimismo, un lujoso hotel de cinco estrellas y tiendas de postín.
A este dechado de innovación se añade otro templo de la modernidad, el centro comercial Morocco Mall, en pleno paseo marítimo y el más grande de África. Allí, de nuevo el lujo hace posible pasear entre tiendas exquisitas situadas en varias plantas a las que se pueden acceder a través de infinitas escaleras mecánicas que bien pueden recordar a las alfombras mágicas que vuelan por los cuentos orientales.
Mezquita de Hassan II
Completa ese deseo de fastuosidad, la nueva Mezquita de Hassan II, construida ganando terreno a las aguas del mar que rodean la ciudad. Su altura, la mayor del mundo en este tipo de construcciones, permite que el rayo láser que desde su minarete es lanzado, se vea a varios kilómetros de distancia. Techos que se abren automáticamente, suelos con calefacción o puertas eléctricas en sus aposentos hacen más confortable la oración.
Pero ninguno de los alardes arquitectónicos citados me transmitió sensaciones que pudieran trasladarme a otro tiempo que, sin haberlo conocido, podemos rememorar por lo que nos cuenta la historia o por películas donde actores de gesto serio se mueven por locales que nunca han existido a pesar de su fama, y donde pianistas negros de nombres que ya no se olvidan tocan melodías al piano. Eso ocurre al adentrarnos por la parte colonial de la ciudad y andar unas calles que nunca pisaron esos míticos personajes de la leyenda cinematográfica. Pasear por el Boulevard Mohammed V sirve para contemplar los más bellos edificios de Casablanca, donde el Art decó y el Modernismo se funden con lo morisco. Hoteles, cines en su mayoría abandonados, sedes de antiguas compañías, cafés legendarios pueblan esas calles del pasado que espero volver a recorrer en próximas visitas a esta exótica ciudad.
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