La espera durante cinco horas, por el retraso ocasionado por la parada en el aeropuerto de Fortaleza, no hizo mella en el conductor del remís que me esperaba para trasladarme a Rosario. Un remís, lo que nosotros entenderíamos como un taxi, no es más que un coche de alquiler con conductor, en Argentina. Se trata de un vocablo proveniente del francés, remise, elipsis de “voiture de remise”. Suele usarse para trayectos más o menos largos y, en mi caso, sería para recorrer los aproximadamente trescientos kilómetros que separan el aeropuerto bonaerense de Ezeiza de la ciudad rosarina.
Aprovecho la referencia lingüística para decir que mis viajes por el Sur de América me han ilustrado con raras palabras para mí, que luego, una vez allí se convertían en habituales. Otro caso llamativo, entre otros, en esos descubrimientos hechos en nuestro propio idioma, fue el conocimiento de la palabra mall, pronunciada “mol”, anglicismo utilizado para designar al centro comercial, que aprendí en Chile. En esos primeros momentos allí, durante el trayecto que me llevaba a Rosario, ya pude comprobar la riqueza del español, cuando, hablando con el chófer, durante el trayecto, este no entendía, por ejemplo, lo que significaba “fontanero”, profesional que él conocía con el término de “plomero”; o yo no sabía que “colectivo”, significaba autobús de línea; ni que “motorman” se refería al conductor del metro; o un sinfín de vocablos más que iba asimilando con total naturalidad.
Tales palabras y conceptos me adentraban, a la vez, en una realidad nueva. Así, las calles allí se ordenan en “cuadras”, con perfecta simetría, de tal modo que una vez sabida dicha proporción métrica, uno puede hacer el cálculo exacto de las distancias. Por tanto, y puesto que cada cuadra es una manzana de cien metros por cada uno de sus lados, si a uno le indican una distancia de diez cuadras, sabe que se encuentra a un kilómetro de su destino.
Otra realidad social conocida en Rosario era la de los “trapillos” y que nosotros aquí conocemos por los “gorrillas”, es decir, aquellos personajes que usando de cierta picaresca intentan ayudarnos a aparcar el vehículo, –de manera innecesaria en muchos casos– en lugares más o menos concurridos y turísticos, a cambio de una moneda. La razón del nombre que reciben estos buscavidas viene determinada por el uso que hacen de un trapo o trozo de tela para llamar la atención de los conductores que buscan estacionar el carro, término este tampoco usado en España para referirse al coche. Lo curioso de este procedimiento es que hay que dejarles el coche en punto muerto, con el freno de mano desactivado, con el fin de que ellos lo puedan mover en función de la necesidad de hacer hueco a otro conductor. Tal movimiento de nuestro vehículo provoca que, cuando volvamos a recogerlo, aquel se pueda encontrar a varios metros de distancia de donde lo dejamos, algo que todo conductor de la ciudad asume como normal.
Hecho este nuevo inciso, volvemos a tomar el hilo de nuestro relato sobre un viaje que cuenta con una última etapa circulando por la autovía que lleva a nuestro destino rosarino. Sorprende para mí, un ser urbano como soy, ver, más que el paisaje natural, verde y llano, la pintoresca variedad de vehículos que circulaban por aquella arteria. En ella podía recordar tiempos pasados en España, al ver pasar automóviles que en nuestro país ya dejaron de existir hace décadas. Seat ciento veintisiete, seat ciento veinticuatro, Renault doce o Renault cuatro –los famosos cuatro latas–, entre otros se movían con agilidad y brío, dando muestras de su destartalada presencia de muy diversas maneras: abolladuras en la chapa, faros e intermitentes rotos, ventanillas con los cristales desencajados o tubos de escape dejando salir denso humo negro y contaminante.
Ya en el final del trayecto, la entrada a Rosario se hace por una avenida periférica que cuenta todavía con casas más o menos señoriales, muestra de la prosperidad de otros tiempos. Allí está la casa del Toto Martino, quien fuera entrenador del Barcelona; o allí también, la de los padres del Messi, estrella del mismo equipo, ambas referencias con las que cuenta ahora la ciudad y las que enseña con orgullo al viajero el paciente taxista, sin acordarse de comentar que aquel lugar fue también la cuna del legendario Che Guevara, héroe de la revolución cubana.
Llegamos por fin al hotel Plaza Real, en la calle Santa Fe, apenas a una cuadra de la calle Córdoba, peatonal y la más comercial de la ciudad. Por de pronto, y a pesar de que nos encontrábamos en las que serían las horas placenteras de la siesta en España –más o menos sobre las seis de la tarde– sorprendía la celeridad y escaso miramiento, por el contrario, con que se circulaba por aquellas calles. Los coches hacían amago de embestirse unos a otros en cada esquina, mientras que a uno solo le quedaba el consuelo de agarrarse al asiento y pensar en que sea lo que Dios quiera.
Ya en el hotel, y tras un periplo de casi veinticuatro horas desde que salí de Madrid, suena el teléfono de la habitación. Resulta ser el anfitrión, es decir, el director del centro escolar que voy a visitar, deseoso de agasajar al recién llegado, o sea, a mí. Le pido media hora de tregua para situarme y vaciar la maleta. El cansancio se mezcla con el ansia por conocer algo desconocido, y pronto me veo metido de lleno en un mundo nuevo.
Río Paraná
Es domingo, a punto de entrar la primavera por aquellos lugares y de haber abandonado hace unas horas los últimos estertores del verano en Madrid. Mi acompañante me prepara un rápido paseo por la ciudad para terminar en la terraza de una cafetería, junto al río Paraná, un río inmenso que no deja divisar la otra orilla, para facilitarme cierta información y concretar detalles sobre mi cometido allí y mi visita al centro que dirige, al día siguiente. La gente llena las mesas con la alegría de las tardes de fin de semana mientras la música suena por los altavoces. Todo me parece tan natural y tan habitual como allá a lo lejos, al otro lado del Atlántico, donde pocas horas antes me encontraba. Después llega la cena, a base de todo tipo de carne que se deshace con tan solo usar el tenedor, sin necesidad de echar mano del cuchillo; y un último paseo, placentero, pero arrastrando el cansancio del largo viaje, acompañado de la tranquilidad proporcionada por una noche que da fin a un día que se ha visto alargado por el cambio horario.
Barcos recorriendo el río Paraná
La mañana siguiente era el momento de iniciar el trabajo, una labor que se extendería durante un par de días, visitando aulas, entrevistando profesores y, en definitiva, acometiendo quehaceres que, a pesar de la distancia, no varían en sus formas. Un recinto escolar es igual a una u otra orilla del océano Atlántico y solo cambian algunos elementos accesorios: la entonación de un saludo; los abrazos de las alumnas a la profesora al finalizar la clase; la taza de mate, como continuo acompañante de las tertulias y el paso lento y continuo de los barcos de soja recorriendo el río Paraná. Hay momentos, en las reuniones con directivos o docentes, en los que la sombra cubre los despachos cuando uno de esos inmensos navíos atraviesa el río que tenemos a pocos metros del colegio.
Una de las realidades que choca a un profesional de la educación venido de otras latitudes como yo, es el ritmo, aplomo y dedicación con que se desarrolla por estas tierras esta profesión. Las clases de cuarenta minutos y las cuarenta horas semanales de clase que imparte un docente son, quizá, la consecuencia de un ritmo que contrasta con el que uno conoce de otros lugares. Unas sesiones de duración tan corta pueden ser la explicación lógica y la única explicación a tantas horas de dedicación al alumnado, a lo que se añade que dichas jornadas, las ha de cumplimentar un maestro acudiendo a varios centros educativos para completar su sueldo. Así entendía, yo al menos, esos tiempos tan cortos, esa cadencia, esa calma: ¿Quién puede preparar clases, corregir ejercicios con tal carga de trabajo?
Esta dedicación a destajo en el mundo laboral la pude comprobar nuevamente, días después, en Buenos Aires, cuando vi cómo un policía realizaba labores de vigilancia privada a la puerta de un restaurante. Al parecer, según me explicaron, es posible compatibilizar allí una ocupación con otra, hecho que, como digo, pude comprobar al ver, desde el interior del establecimiento, a través de sus ventanales, a un funcionario del orden público, todavía con el uniforme oficial, que se apostaba en la puerta del local para iniciar la jornada de su segundo empleo, este otro de carácter particular, contratado por el dueño del negocio.
Las tardes de aquellos días por la ciudad rosarina las empleaba en visitar algún que otro lugar digno de conocer, gracias a la buena disposición de mis anfitriones, siempre pendientes de mí, esto es, los profesores españoles que por un tiempo ocupan plaza en el sitio, para dar a conocer a unos alumnos añorantes de la madre patria, influidos por sus padres o abuelos, aún con su mente puesta en nuestro país, nuestra literatura, nuestra cultura y nuestras costumbres.
Festival de danza española
Especialmente ilustrador en este sentido fue la anécdota vivida con uno de aquellos ancianos que muchos años antes había cruzado las aguas del océano en busca de mejor fortuna. Coincidió mi visita con un festival de danza española que, como cada curso, se realizaba en el colegio, en torno a la fecha del doce de octubre, día de la Hispanidad para nosotros. Viendo el entusiasmo con que aquellas gentes preparaban el espectáculo, sentía cierta vergüenza callada ante el desapego que nosotros hacemos de estas manifestaciones dentro de nuestras fronteras. Allí, durante semanas, los alumnos, con gran ilusión y bajo la dirección de sus profesores, habían preparado toda una muestra del folclore español: desde muñeiras hasta sardanas; desde sevillanas a jotas aragonesas.
En los momentos previos al comienzo del evento, en el que se dan cita siempre los familiares de los alumnos llenando el aforo del salón de actos, se me dirigió el referido anciano, que tras su deje plagado de seseos y yeísmos se traslucía un acento castizo, propio de un Madrid que ya había desaparecido. La conexión fue total cuando me habló de sus orígenes vallecanos y yo le hice saber, con sorpresa, que también procedía de aquel barrio del suburbio madrileño, en el que pasé mi infancia y adolescencia. Nunca me hubiera imaginado recorrer con la memoria las calles de un lugar tan lejano en la memoria y también, en ese instante, tan lejano en el espacio. Esta situación me recordó otro momento que, a la inversa viví muchos años antes. Sucedió en un viaje en tren, de Madrid a Granada, en el mes de septiembre, todavía caluroso, cuando vi deambular, de un lado a otro del vagón, a un hombre con aire de despistado y pertrechado con ropa de invierno. Tras varios paseos por el pasillo, el revisor reparó por fin en su presencia y tras escucharle le sentó a mi lado. En la conversación que entablé con él pude escuchar el mismo acento, mezcla de lugares distintos. Según me dijo regresaba a España, después de más de treinta años por la pampa argentina para recordar la tierra alpujarreña de donde procedía. La historia se repetía, pensé, pero a la inversa.
Una de aquellas excursiones vespertinas me llevó a Victoria, la antigua Matanza hasta 1829, localidad que se encontraba a pocos kilómetros de Rosario, adentrándose por las tierras pantanosas que existen a uno y otro lado del Paraná. Una decena de puentes me llevaron hasta allí mientras la inmensidad de un río interminable nos acompañó durante todo el viaje y, mientras, a la mente me venían unos versos de Alberti, fruto de su paso por aquellas tierras:
Hoy las nubes me trajeron,
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grandes sobre el pasto
la sombra que proyectaba!
Aquella pequeña ciudad de apenas treinta mil habitantes me pareció un pueblecito acogedor y tranquilo, donde tomé un café en grata compañía, en una hora en que la calma lo cubría todo y en una plaza que recordaba estampas de García Márquez –a pesar de no ser este el país del autor de Cien años de soledad– en la que los personajes se dejan llevar por la tranquilidad de un mundo alejado de lo cotidiano, tan alejado del que uno está acostumbrado, a pesar de sentirlo tan cerca al mismo tiempo.
Tras las tardes de excusión o paseo, recalábamos en el emblemático café El Cairo, situado en pleno centro de la ciudad de Rosario, en la calle Santa Fe, esquina a Sarmiento. Fundado en 1943, comenzó como un típico café con mesas de billar, donde los contertulios hablaban de fútbol, política y mujeres, según anuncia su página web. Después, en la década de los 70, tras su remodelación, se convirtió en punto de encuentro de jóvenes inquietos hasta llegar a ser ahora sitio de reunión de artistas e intelectuales locales, nacionales e internacionales. Su estilo colonial, el bullicio de los distintos espacios que lo componen, donde conviven una biblioteca y un escenario para actuaciones con las mesas de los parroquianos, hacen del establecimiento, que estuvo a punto de desaparecer tras un incendio que se produjo en 2004, un rincón bohemio y emblemático para cualquier viajero que busque la esencia de los lugares que visita.
Allí, Roberto Fontanarrosa, humorista gráfico y cuentista, dejó muestra de su amor por este género narrativo en un buen número de libros, en los que daba cuenta de su pasión por el fútbol y por su equipo, el Rosario Central. Ese amor por el relato, que yo también comparto, me llevó a conseguir varios de sus volúmenes, de vuelta a España, mientras ocupaba el tiempo de espera en el aeropuerto, visitando librerías. En ellas se exponían gran parte de sus publicaciones, gracia a lo cual pude hacerme con aquel que incluía el cuento “19 de diciembre de 1971”, un clásico de la literatura futbolística argentina.
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