La acogida entre la gente de Chile siempre ha sido cálida y entrañable. Tras las obligaciones de supervisión siempre llegan los actos protocolarios y de celebración que siempre aprovechan momentos como esos para reunir a la comunidad educativa y disfrutar de un encuentro entre todos los miembros que la componen. Esta vez, un profesor, tal vez el más veterano del claustro, se dedicó a buscar información sobre mí en internet y cuando me presentó en la ceremonia que se realizó una de las mañanas en el salón de actos del centro, conocí detalles de mi carrera profesional y creativa, la cual prácticamente ignoraba o, al menos, no sabía que estuvieran tan al alcance de todos. Fue como sentirme ajeno a una biografía que estaban desgranando y que era la mía.
Santiago de Chile
Una vez hechas las presentaciones y glosadas los méritos del invitado, me tocó de nuevo subir al estrado y pronunciar unas palabras al auditorio. Otra vez hube de poner en práctica la técnica que, rudimentariamente, había ideado para estos casos. Otra vez los agradecimientos por la acogida; otra vez el reconocimiento por parte de los allí presentes ante el interés demostrado por lo español; otra vez, en fin, expresar de la mejor y más sincera manera posible la gratitud de aquellas personas que tan emotivamente te recibían. Y, entre las muestras de agasajo, otra vez también los bailes españoles amenizaron la ceremonia, como obligado espectáculo de lo que se cree representativo de nuestro folclore.
Bailes españoles
Era tal la alegría de algunas de las personas por tenerme allí que, de pronto, me vi posando ante algunas familias, con los padres, hijos y abuelos, para orgullo de tener una foto conmigo. Emociones pocas veces experimentadas volvían a surgir ante situaciones nunca conocidas hasta llevar a cabo estos viajes tan lejos de una patria que, si dentro de nuestras fronteras despreciamos, en otros lugares, sin duda más humildes y presuntuoso, admiran. Cualquiera podría pensar que arranques de sentimentalidad, conocidos en estas y otras ocasiones que iré relatando, no son más que fruto de un carácter sensiblero y melindroso, propenso a la lágrima fácil y a la blanda emoción, pero es algo más. Es conocer de pronto una realidad que poca gente puede experimentar, si no traspasa las reducidas fronteras de nuestro lugar de origen.
Vista de Santiago de Chile
Además del cariño de unas gentes cálidas y acogedoras, de sus parajes agrestes y naturales, de la impresión de conocer la hilera andina, siempre al lado, también me llevé algo muy preciado para mí, dos antologías de poemas. Una de Gabriela Mistral (1889-1957) y otra de Pablo Neruda (1904-1973), los más universales poetas que ha dado Chile y que han sido reconocidos merecidamente con el Premio Nobel, en 1945 y 1971, respectivamente. Los dos ejemplares, junto a una botella de pisco sauer, me los regalaron antes de subir al autocar, camino de Curicó y algo de ellos pude ir leyendo durante el camino. Se trataba de dos volúmenes, que incluían, como digo, sendas selecciones de versos de los citados autores, editados por un organismo oficial, con una tirada de casi treinta mil ejemplares, para repartir entre la población escolar de manera gratuita. Una forma encomiable de dar a conocer a sus poetas tiene Chile, pensé.
Esculturas de Pablo Neruda y Gabriela Mistral
Algunos de los versos de Gabriela Mistral sirvieron durante el trayecto de acompañamiento silencioso al paisaje que iba recorriendo, como puede apreciarse en la siguiente estrofa:
¡Cordillera de los Andes,
Madre yacente y Madre que anda,
que de niños nos enloquece
y hace morir cuando nos falta;
que en metales y amiantos
nos aupaste las entrañas;
hallazgo de los primogénitos,
Mama Oclio y Maco Cápac,
tremendo amor y alzado cuerno
del hidromiel de la esperanza!
El tono más íntimo de la vena poética lo encontré, no obstante, en los primeros poemas de Neruda, todavía influidos por la sensibilidad modernista, como estos típicos versos de adolescente, también referidos a la naturaleza, esta vez más frágil y delicada:
La mariposa volotea
y arde –con el sol– a veces,
mancha volante y llamarada,
ahora se queda parada,
sobre una hoja que la mece.
Me decían: –No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.
Yo tampoco decía nada.
Y pasó el tiempo de las mieses.
Hoy una mano de congoja
llena de otoño el horizonte.
Y hasta de mi alma caen hojas.
Ambas lecturas atemperaban el paso del vehículo que me transportaba por terrenos desconocidos. Gracias a la literatura, al aliento poético de aquellas páginas, ese cielo y ese horizonte, tan lejanos del que yo conozco, se hacían también habituales para mí.
Escribe tu comentario