Paisajes más allá de la frontera: Argentina, el elegante contraste (4)

En la cafetería La Biela, pude imaginarme tomándome un café con escritores argentinos, cuyas figuras ocupan una de las mesas del centro del local, como si de dos tranquilos parroquianos se tratara
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Tras las obligaciones, más o menos profesionales del viernes, llegó el fin de semana. Esos días, Buenos Aires se convirtió para mí en la ciudad que nunca olvidaré. Guiado por mi anfitrión, el ya conocido consejero de Educación, que tan generosamente se ofreció a acompañarme, conocí lugares habituales en la vida de un porteño y que me hicieron disfrutar de lo que podía ser la vida allí.

Comenzó aquel periplo en la puerta del edificio donde el mencionado anfitrión vivía. Era una construcción de arquitectura funcional de los primeros años del siglo XX, que me recordaba a los cuadros de Hopper. Sus ventanas se abrían a la Avenida Nueve de Julio y su ascensor se cerraba con esas puertas metálicas en forma de fuelle que nos transportaban también a las películas de Hitchcock. Pero estos simples detalles que me hacían pensar en otras ciudades no son suficientes para incluirlos en mi relato. Hubo otros que me sorprendieron aquel día. Y uno fue lo que presencié mientras esperaba en la calle a que mi acompañante llegara. Me encontraba, como digo, apostado en la acera, disfrutando de la tranquilidad de una mañana de sábado, sin alborotos laborales, cuando un muchacho apareció despacio por el asfalto, montando una bicicleta. Al instante, otro chico surgió como de la nada y sin mediar palabra le soltó un par de puñetazos al primero y se hizo con el vehículo de dos ruedas sin mayor problema y recato. Fue el momento en que empecé a preocuparme por la seguridad que ofrecía el lugar, zozobra que aumentó al constatar, en el paseo posterior por la zona, que la miseria puede convivir con el lujo y el bienestar, sin mayor problema. Ver como los vecinos de la zona salían de elegantes portales y casi tropezaban con familias enteras, compuestas de padres y niños pequeños, que hacían su vida habitual en un rincón de la acera, entre cuatro cartones.

Esta misma desazón y malestar los experimenté en un viaje posterior a la esta ciudad y en compañía del mismo compañero de paseo. Ese día, también sábado, paseábamos por la misma zona, flanqueada de lujosos edificios y palacetes que recordaban más a un barrio parisino que al de una ciudad de estas latitudes. Entramos en uno de estos edificios por pura curiosidad en el que unos quinceañeros festejaban un cumpleaños mientras, en la puerta, como antes, se veía la gente mendigar en las aceras. Pude comprobar de nuevo los contrasentidos de la vida actual.

Recoleta

Cementerio de la Recoleta

Una vez que la persona a la que esperaba acudió a la cita que teníamos para hacer de guía turístico por un día, nos encaminamos hacia el barrio de la Recoleta, en cuyos parques y jardines se erigen árboles de raíces desmesuradas, hasta desembocar en la calle de Adolfo Bioy Casares y terminar dando con los muros del cementerio de La Recoleta, camposanto donde los muertos viven con elegancia su vida eterna. Sitio turístico por antonomasia, sus callejas albergan mausoleos familiares de construcciones diversas que dan cuenta de la posición social de los que allí descansan. Entre las paredes de esos minúsculos edificios de pompa recatada duermen para siempre personalidades de todo tipo: expresidentes de la nación, ilustres patriotas de la revolución, heroicos almirantes, honorables fundadores de empresas importantes, damas de la alta sociedad, hacendados, jurisconsultos, millonarios, filántropos, escritores y hasta la misma Eva Perón. Viendo la enorme lista de figuras importantes, entre los que se encuentra gente de la literatura como el español Guillermo de Torre, amigo de los poetas del 27 o el citado Bioy Casares, eché en falta a Borges, cuñado del primero y porteño por excelencia, cuya tumba pude visitar años después en la fría y húmeda Ginebra, donde el negro plumaje de los cuervos que vuelan por sus parques en nada recuerda el bullicioso paseo de aquella mañana por el cementerio.

La Biela

Cafetería La Biela

La visita a tan curioso lugar dio paso después al disfrute de otros lugares de la ciudad, disfrute que duró durante el resto del fin de semana. Así, aproveché en un primero momento la cercanía de la cafetería La Biela, enfrente del cementerio, para imaginarme tomándome un café con los citados escritores argentinos, cuyas figuras ocupan una de las mesas del centro del local, como si de dos tranquilos parroquianos se tratara, hablando de sus cosas y de sus próximos proyectos literarios juntos. El resto de la mañana del sábado transcurrió en un rápido circuito por lugares propiamente turísticos de la ciudad sin más interés que el de poder ahora presumir de haberlos visitado: la catedral, la casa Rosada, Puerto Madero…

Tortoni

Café Tortoni 

La tarde y la noche nos prometían experiencias que nos permitieron disfrutar de otros placeres. En primer lugar, acudimos a un espectáculo de tango en el café Tortoni, lugar que no puede faltar en el itinerario del neófito y donde en apretada comandita en torno a minúsculas mesillas, los espectadores pudimos presenciar los hábiles pasos del baile lánguido y decadente de una pareja que se movía con destreza en el pequeño escenario del local.

Después pudimos degustar una suculenta cena en la que probamos las delicias de la maravillosa carne argentina rociada del más exquisito vino y todo ello con la satisfacción que proporciona la gratuidad, regalo que fue posible gracias a las relaciones de amistad y conocimiento entabladas la tarde anterior en la embajada. Resulta que entre los asistentes al evento con el presidente autonómico se encontraban empresarios españoles del mundo de la restauración. La nostalgia producida por el recuerdo de la patria de sus orígenes abrió la generosidad de uno de ellos al verse con paisanos como nosotros y a los que desde el primer instante de la conversación parecía conocer de toda la vida. Tal sentimiento de confraternidad le llevó a entregarnos una tarjeta de visita, con su firma en el reverso, que tan solo tendríamos que mostrar en alguno de sus restaurantes para ser invitados con toda pompa y distinción. Eso hicimos aquella noche sin que el banquete nos costara un solo peso.

No quiero terminar de referir mis recuerdos por tierras argentinas sin aludir a dos lugares que dan cuenta, a mi parecer, de la grandeza y de la riqueza con que se vive la cultura en la ciudad. Uno es la librería Ateneo Grand Splendid y otro el teatro Colón.

La primera la conocí en mi segundo viaje a la ciudad y la he visitado siempre que he vuelto a ella. Situada en la Avenida Santa Fe, del citado barrio de la Recoleta, esta mansión de los libros se encuentra ubicada en un antiguo teatro, donde la platea y los palcos han sido sustituidos por estanterías que albergan todos los géneros literarios y ámbitos del saber y donde el escenario ha tomado la forma de un acogedor café donde uno puede hacer una parada y tomarse algo hojeando su última adquisición bibliográfica. De nuevo el contraste, de nuevo la majestuosidad y la extrañeza en toda su extensión. Frente al asombro de un espacio nunca imaginado, uno se sorprende cuando va a pagar el precio de su libro. El cajero pregunta al cliente que en cuántos plazos desea abonar un libro de bolsillo. Lo nunca visto para alguien que, como yo, no conoce la inflación galopante de un país donde de una a otra visita los precios se han elevado en exagerados porcentajes.

Tuve también la suerte de sentarme en una butaca del teatro Colón por pura casualidad, como tantas otras cosas que me han ocurrido en Buenos Aires y por la generosidad también de alguno de mis fieles anfitriones en todas mis visitas. Esta vez me propuso –cuando acudí, como siempre que recalaba en el país, a su despacho para informarle de mi tarea por aquellas tierras– acompañarle a ver la mítica película Nosferatu, que esa tarde se proyectaba en aquel inigualable lugar, aderezada con la música de la Orquesta Sinfónica de Uruguay. Considerado uno de los cinco mejores teatros del mundo, no dudé en aprovechar la oportunidad de conocerlo. Allí nos encontramos con miembros de la legación española, que también acudían al espectáculo. Y de nuevo esa sensación que ensancha el espíritu al verse uno premiado con conocer templos de la cultura como aquel y de disfrutar de un espectáculo que, si bien podía ser uno más de entre tantos, no dejaba de despertar mi curiosidad por descubrir cualquier expresión artística en cualquier parte del mundo. Una historia de terror presenciada desde unas butacas como aquellas, donde uno no se tropieza con el respaldo de la que se tiene delante, dada la extensión de aquel espacio, puede convertirse en un maravilloso final feliz para acabar una historia. Mi historia por Argentina.

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