En Lisboa me reencontré con un río que tantas veces he contemplado, muchas tardes de domingo paseando por jardines que en otro tiempo sirvieron de solaz y esparcimiento a reyes y cortesanos. Mientras que allí, en el Real Sitio de Aranjuez, las aguas se remansan entre la vegetación de la vega, regada también por afluentes como el Jarama, que allí muere, y sirven de refresco a los patos que nadan y reposan en su superficie, bajo la atenta mirada de los ventanales del palacio, en tierras portuguesas, ese mismo caudal líquido se desboca en su salida hacia el océano Atlántico.
Lisboa se merece ese desbordamiento de un torrente que acaba en un estuario hasta fundirse en un mar que desde allí parece infinito y que llega hasta las costas de lejanos continentes para, así, convertirla en una ciudad merecedora de leyendas como las que recogió Camões, el poeta nacional portugués en Os Luisiadas:
Es Ulises quien labra santa casa
al Númen que le da lengua fecunda
que si en Asia a la grande Troya abrasa.
en Europa a Lisboa insigne funda.
Y es que los autores clásicos atribuían la fundación y el nombre de esta ciudad a Ulises –u Odiseo si preferimos el héroe griego–, apoyándose en una afirmación de Estrabón, que decía: “en Iberia también puede verse una ciudad llamada Odysseia”, Oilopsipon, entre los latinos; Uhlishboa, con la llegada de los visigodos; y al-Ushbuna, con los musulmanes, hasta llegar a la denominación con la que hoy la conocemos.
Tanta raigambre y antigüedad se deja apreciar, sin saber cómo explicarlo, en el sabor de sus calles y barrios del casco antiguo, decadente y bullicioso a la vez. Quizá se deba esa falta de expresión en mis palabras a las breves y escasas visitas que allí he hecho hasta la fecha, pero en las que siempre he recorrido con minuciosidad y atención lugares que, de tanto recorrerlos, en los días de mi estancia allí, los he hecho míos.
Ascensor
El castillo de San Jorge, siempre vigilante desde la colina más alta de la ciudad, el barrio de Alfama, que soportó el famoso terremoto de Lisboa; el monasterio de los Jerónimos, que encontraba cada mañana a mi paso, camino del centro visitado; el convento de Carmo, la torre de Belem… Tanta arquitectura medieval para dar ese carácter único, donde lo antiguo y lo moderno se funden con construcciones más actuales como el elevador de Santa Justa o la Torre Vasco da Gama, fruto de Exposiciones Universales, como la de 1998, que hacen revivir las urbes, cambiantes a lo largo de los siglos.
Tranvía
Y en el centro de tales extremos, el Chiado, barrio tradicional lisboeta, donde todavía los vetustos y tradicionales tranvías de colores atraviesan calles, plazas y pendientes, donde se instalan cafeterías, museos, teatros y comercios, cada vez más dados estos últimos a la franquicia internacional, gracias a la bendita globalización. Las llamas, en 1988, pudieron acabar con ese aire bohemio y literario que escritores como Fernando Pessoa, crearan en su momento. Su estatua, junto al café A Brasileira donde solía sentarse siempre en la misma mesa para escribir, acompaña con su imagen estática al transeúnte que por allí transita y me hace imaginar su habitual presencia por las calles y plazas del barrio en los primeros decenios del siglo pasado que inspiraron algunas de las páginas de su Libro del desasosiego:
Amo estas plazuelas solitarias, intercaladas entre calles de poco tránsito, y sin más tránsito, ellas mismas, que las calles. Son claros inútiles, cosas que esperan, entre tumultos distantes. Son de aldea en la ciudad. Paso por ellas, subo a cualquiera de las calles que afluyen a ellas, después bajo de nuevo esa calle, para regresar a ellas. Vista desde el otro lado es diferente, pero la misma paz deja dorarse de añoranza súbita –sol en el ocaso– el lado que no había visto a la ida.
Estatua de Fernando Pessoa
Al final de la tarde, nuestros pasos nos llevan hasta la Plaza del Comercio, puerta de las transacciones marítimas en otro tiempo, y de la que presumen los habitantes de la ciudad por sus grandes dimensiones. La cercanía con el Tajo, en su lado sur, nos permite casi notar la humedad de sus aguas bajo nuestros pies y en las suelas de nuestros zapatos mientras los músicos callejeros amenizan las últimas luces del atardecer.
Plaza del Comercio
La noche queda reservada para los turistas como nosotros, para una cena en cualquier local de moda donde la música melancólica del fado adorna la tarea de los camareros que se detiene entre plato y plato para dar oportunidad a los cantantes a referir sus cuitas. Luego, si llega el caso y la noche aún no se hace demasiado solitaria y oscura, es posible terminar el día con un paseo y una última copa por la calle Nova do Carvalho, conocida también como la Calle Rosa, desde 2011, por el color que algún artista moderno se inventó para su pavimento. Allí, ocio y cultura se dan la mano para desarrollar la vida nocturna que en toda ciudad ha de existir.
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