Marruecos a través de tres de sus ciudades, las tres con sus diferencias y similitudes, las tres mirando al mar y las tres mostrando, cada una a su manera, las particularidades del país vecino: Tetuán, Casablanca y Larache.
Al escribir estas líneas me veo convertido –o tal vez, mejor decir que identificado– en un nuevo Gazel, aquel personaje de Cartas Marruecas que escribiera José Cadalso, allá por el siglo de las Luces y de las buenas maneras. Allí, el marroquí cuenta sorprendido a su amigo y compatriota Ben-Beley en sus misivas la novedad que para él suponen las costumbres y peculiaridades españolas. Yo, ahora, cuento también mis impresiones sobre una tierra que, aunque cercana, se hace lejana en sus modos de vida.
Y es al hilo de esta reflexiva introducción cuando uno recuerda un fragmento de la primera de estas cartas, en la que Gazel señala:
“Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que le son comunes con las que de otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles”.
Siguiendo esta actitud, en estas páginas yo haré lo mismo. Describiré nuevas impresiones con las que enriquecer mis experiencias viajeras, pero siempre desde el humilde desconocimiento y de la modestia del que poco o nada sabe del lugar; y limitándome a contar mi paso por los lugares mencionados.
Mi primer contacto con Marruecos se produjo a raíz del encargo de visitar unos de nuestros centros educativos en Tetuán. Ya la perspectiva que me aportó la altura desde el avión me hizo conocer las líneas y contornos perfectamente trazados en los mapas que separan los dos continentes. Nunca imaginé la exactitud con la que el papel puede plasmar tal realidad geográfica y mientras eso pensaba, en pocos minutos me vi ya en tierra, traspasando las puertas de salida del aeropuerto rumbo a mi destino.
Durante esos días, la carretera se veía engalanada, a cada pocos metros y a ambos lados, por banderas del país, como muestra de devoción a su rey. Al parecer, según alguien me dijo, por aquel entonces, como suele hacerse cuando el monarca anuncia su posible voluntad de pasar unos días en una de sus estancias, cercana a las costas de Tetuán, las carreteras por donde transcurre el itinerario que ha de transitar el mandatario son adornadas para regocijo y muestras de alegría de la población. Tales planes dan lugar a otras medidas, estas de seguridad y menos placenteras para el ciudadano de a pie, como restringir los accesos al aeródromo, lo que, a la vuelta, nos obligaría a dejar el taxi unos centenares de metros más allá del recinto y acceder andando al lugar. Cosas de los protocolos y precauciones reales.
Al margen de esas curiosidades, el trayecto en carretera hasta Tetuán permitió ir disfrutando del paso por los lugares y de la observancia de un paisaje que recuerda mucho al del sur de nuestro país. De vez en cuando, un semáforo en mitad del asfalto o, simplemente, el alto ordenado por los agentes del orden, con el fin de hacer pasar a otros carruajes, hacían pausado nuestro camino.
Al hotel, situado en las cercanías de las plazas más céntricas, se accede por una calleja, la rue Zawiyn Kadiria, que se adentra hacia el zoco, y en la que se encuentra también otro restaurante, regentado por españoles, al que en alguna ocasión acudimos para disfrutar tanto de su gastronomía como de su exótica arquitectura. El interior, oculto tras un portalón de madera maciza, recuerda los espacios nazaríes y los edificios andaluces que uno conoce. Una pequeña fuente, de la que emanan estrechos hilillos de agua, preside el vestíbulo.
A las habitaciones se accede por unas escarpadas escaleras, para lo que casi es necesario echar mano de las habilidades propias de los escaladores, tal es la altura de los peldaños. La habitación, una vez que se es capaz de llegar a ella, arrastrando el equipaje mientras se sube por aquella pendiente, me introdujo definitivamente de lleno en el exotismo de los cuentos de las mil y una noches que la decoración proporciona. Era un aposento que revive los escenarios de los cuentos: maderas labradas en las puertas de los armarios y en las mesillas; arcos ojivales en la entrada de cada uno de los espacios; camas adornadas con cojines de doradas telas; suelos donde las baldosas juegan con la geometría y con los colores; jofainas a modo de lavabos en los baños. Nada de los que allí uno ve, en definitiva, recuerda el mundo occidental del que uno procede.
Ese ambiente tan inusual para nosotros se completa cuando, desde un minarete, suena la oración del muecín en el silencio de la noche. Este incordio solo se produce durante la primera madrugada en que uno se despierta sobresaltado e incómodo por el extraño sonido. Pronto el oído se acostumbra a esa letanía que, pasado el primer día, nada perturba.
Por la mañana, camino del trabajo, uno se topa durante el trayecto con la plaza que se abre al salir del callejón, con una cohorte de profesionales de la albañilería, la fontanería y otros oficios relacionados con al ámbito de la construcción que, sentados pacientemente en el lugar y provistos con los utensilios propios de su profesión (paletas, llanas, cinceles, macetas, cubetas, plomadas…), esperan la llegada de quienes necesiten de sus servicios. De estos hombres, la paciencia y la espera parecen ser cualidades que ya se desconocen en nuestro mundo, movido por las prisas y la impaciencia, pero también pueden convertirse, a mi entender, en un defecto, como pensaba cada vez que luego, entrada la tarde, paseaba por las calles donde se encuentran los lugares de ocio y asueto. Allí, tal vez, esos mismos hombres u otros diferentes eran los que ocupaban las mesas y las sillas de esos establecimientos, todos juntitos, casi abrazándose, en torno a un té o, simplemente, mirando hipnotizados el televisor que se esconde en un rincón de local.
Siguiendo mi trayecto matinal me topaba también con lo que debía de ser el ambulatorio médico de la ciudad. Allí no era el género masculino el que hacía acto de presencia, sino las mujeres las que se amontonaban en sus puertas, a la espera de la hora de apertura. Una sociedad perfectamente compartimentada, pensaba yo irónicamente, donde cada sexo tiene, por desgracia, un claro cometido.
Las tardes, como antes apuntaba, era el momento, como siempre suele ocurrir, para el trasiego por la ciudad. El bullicio animaba a visitar cafeterías donde sirven los zumos siempre muy dulces para mi gusto o a entrar en el taller de algún orfebre que trabaja y vende la plata al peso. Otras veces me llevaban a visitar otras curiosidades, como las tiendas de artículos de imitación de Rincón, un lugar turístico de playa cercano, en el que se pueden adquirir réplicas casi perfectas de bolsos y chaquetones de piel; o los antiguos pabellones Varela, un complejo residencial de viviendas para militares españoles que nuestro país construyo en los años cuarenta del siglo pasado y que abandonó tras la finalización del Protectorado.
Me llevaron hasta allí un par de profesores que, como otros compañeros, ocupaban varios de aquellos alojamientos durante los años de su estancia en la ciudad y que se consiguen cuando uno de estos alojamientos queda libre. El precio del alquiler es mínimo, detalle al que se une la extensa superficie de unos pisos que pueden albergar media docena de dormitorios alineados ordenadamente a lo largo de unos pasillos interminables. Tanta inmensidad de metros cuadrados hace de aquellas moradas unos lugares invadidos por la frialdad de unos suelos de terrazo desportillados y antiguos. La entrada exterior del recinto, todavía cerrada simbólicamente por una barrera que un operario custodia y abre al paso de los vehículos, nos retrotrae a esa época de los años cincuenta que recuerdan los relatos y los tiempos de la novela social.
Recuerdos de tiempos pasados vienen también a la memoria también durante la visita por el zoco de la ciudad. Las callejuelas que conducen hasta ese lugar convierten el paseo en un espectáculo casi medieval, donde los gatos te vigilan en cada esquina y los lugareños se cruzan silenciosos a cada paso, llevando en sus manos algún animal todavía vivo, tal vez como ingrediente para la próxima vianda. Sin cambios ni reformas desde tiempos lejanos, andar entre sus puestos nos hace retroceder varias décadas. Allí no existen los avances tecnológicos. La mantequilla se derrite en los mostradores, las cabezas de los corderos se desangran a la vista de todos mientras las moscas revolotean a su alrededor y la única, y ya cuestionable, modernidad existente es la que aportan las cocinas de gas, aparatos pasados de moda que se exponen en la parte del mercado dedicado a la venta de estos artículos. Varias calles en línea recta, en las que se separan los distintos productos de mercadeo existentes y por las que corre un hilillo de agua sucia por sus baldosas y adoquines, forman el laberinto de ese universo que uno ya no concibe en una época en que, para dejar constancia de la evidencia, solo queda el recurso de atrapar una imagen en la foto del teléfono móvil.
Escribe tu comentario