Osmán enciende un cigarrillo, le da un par de caladas, lo alza y mide la dirección del viento. Reflexiona un instante y recogemos los bártulos para trasladarnos al punto de despegue del atardecer. Su sistema es tan rústico como infalible.
Repite la misma acción mientras me abismo con la contemplación del valle. Frente a nosotros, unas altas montañas y la ciudad de Denizli, a unos 17 kilómetros, las formas irregulares de los campos, la mancha uniformemente blanca de Pamukkale y las ruinas de Hierápolis que visitamos el día anterior. El cielo se va poblando de una treintena de globos que despegan con lentitud.
En mi bautizo de parapente, excitante, al amanecer, disfruto de la adrenalina de flotar como un pájaro y de sentir el viento en mi rostro. Además, las alturas me regalan la visión de las ruinas romanas de Hierápolis que se combinan perfectamente con Pamukkale, el “castillo de algodón”. Vuelvo a tomar tierra y regreso a la jornada previa.
La primera impresión frente a la blanca montaña es de incredulidad. Parece nieve, como una pista de esquí en un lugar que no corresponde por las temperaturas. Probablemente los visitantes de la antigüedad quedaron igualmente asombrados al percibir por primera vez este fenómeno geológico provocado por las aguas termales que brotan a 52°C de la montaña y forman una cascada escalonada en terrazas. El secreto es su alto contenido en carbonato cálcico.
Hierápolis, “la ciudad sagrada”, fue fundada en el año 190 a. C. por el rey de Pérgamo Eumenes II. Décadas después pasaría al dominio romano, concretamente en el 129 a C. Conoció su apogeo en los siglos II y III d. C. Periódicamente, ha sufrido terremotos que destruyeron la ciudad. El de 1354 parecía definitivo.
Ninguno de los que iniciamos el ascenso, por el camino marcado para no causar daño a esta frágil estructura geológica, padecemos reuma ni trastornos respiratorios o circulatorios que aconsejaran tomar las aguas en este lugar. Nuestro objetivo es más lúdico, más turístico, como el de la mayoría de los visitantes que disfrutan de sus aguas. El espíritu del balneario sigue vigente.
Visité el lugar por primera vez en agosto de 1990. En aquella época, el baño era casi indiscriminado y temí por la subsistencia de esta joya. Las aguas se desviaban hacia las piscinas de los hoteles y corría el riesgo de secarse y destruirse. Comentamos la aberración ecológica, aunque nos quejamos de que nuestro hotel de aquel entonces no tuviera ese privilegio. Menuda contradicción. Esa burrada ha sido atajada. La supervivencia del lugar parece garantizada.
Nos descalzamos e iniciamos el ascenso. En una de las piscinas naturales habilitadas nos bañamos o nos mojamos simplemente los pies. Crece el entusiasmo de Jaime, Rodrigo y Javier. Irene, Jaime padre, Josep y yo envidiamos su vitalidad y su deseo de gozar del viaje. La superficie irregular de la capa blanca no afecta a las plantas de sus pies.
Extender la mirada por esa superficie blanca, por el “castillo de algodón”, provoca un inmediato placer: observar una maravilla de la naturaleza. Transformamos la vista y modificamos la percepción. Ayuda el cambio de color si permaneces el suficiente tiempo para la metamorfosis cromática: rojo por la mañana, blanco cegador al mediodía, malva al final de la jornada, como leo y puedo ratificar. Prefiero que sea mi interior el que depure matices y comente esas sensaciones que luego permanecen en el tiempo cuando los recuerdos fallan con la lejanía.
Abandonamos la intensa blancura del travertino y miramos al valle, a la carretera, al camino que atrajo a enfermos y peregrinos a estas aguas sanadoras, mágicas. En la parte alta asoman unos muros, quizá los de las termas reconvertidas en el Museo Arqueológico. Regresamos a las formas y sus sombras, las improvisadas estalactitas, a los reflejos del agua y al gotear casi silencioso. Llevamos cuidado para no resbalar, no hacernos daño en los pies. Los sumergimos en las aguas curativas, buscamos nuevos matices. El mes de abril aún no atrae grandes masas de visitantes. Menos mal.
El segundo ámbito se vincula con el pasado romano y la huella de las construcciones. Hasta aquí se desplazó el apóstol Felipe para evangelizar a sus gentes. Fue martirizado y ejecutado y sobre su tumba en la falda de la montaña superior se construyó la primera iglesia. La peregrinación termal se convertiría con el paso de los años en viaje a este importante centro religioso de la antigüedad. Ofiorima, la conocida como ciudad de serpientes, quizá por ser adoradores de una víbora, se convirtió en cristiana.
La piscina de Cleopatra está temporalmente cerrada para acometer reparaciones con vistas al verano. En vez de ese placer de balneario entramos al Arqueológico, admiramos sarcófagos y estatuas y salimos a recorrer el yacimiento de unas dimensiones enormes. Nos espera el Ninfeo, la fuente monumental, el teatro que permitiría el deleite de los peregrinos enfermos que presentarían sus respetos a las divinidades clásicas en el templo de Apolo. Desde las gradas altas del bien conservado teatro las panorámicas son espectaculares.
Camino del atardecer, topamos con un extremo de la extensa necrópolis que albergó unas mil doscientas tumbas. Algunos visitantes se hicieron construir suntuosos sarcófagos acordes con su poder económico, por si los beneficios termales no daban resultados y había que residir eternamente en estas tierras. Algunos no se utilizaron jamás. Unos se superponen a otros.
El atardecer inicia su espectáculo y lo transforma todo. Separa el tiempo y las sombras progresan, se alargan, reptan sobre el castillo de algodón y dejan un rastro difuso, maravilloso. Nos sentamos, aunque no estemos cansados. El espectáculo hay que paladearlo, deleitarse, incorporarse a la mutación. En silencio, acompañado por mis amigos. Sembrando sensaciones que elevan el corazón.
El sol deja un legado de luz en el descenso blanco.
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