Paisajes más allá de la frontera: República Dominicana, el paraíso de la exuberancia (1)

La primera sensación que uno recuerda de su llegada a Santo Domingo es ese calor húmedo que no desapareció durante los días de mi estancia allí
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La primera sensación que uno recuerda de su llegada a Santo Domingo es ese calor húmedo que no desapareció durante los días de mi estancia allí. Y el último vestigio de aquella memoria, la hospitalidad de quienes me acogieron, como siempre en mis viajes.

Ciudad

Mi llegada al lugar fue un tanto fatigosa, pues tras mi viaje a Chile, hube de emprender camino hacia aquellas tierras caribeñas, en virtud de ciertas razones sustentadas en el ahorro de las épocas de crisis. Dicho motivo, pues, me hizo volar primero desde Madrid a Santiago; viajar luego a Viña del Mar y después a Curicó; volver a Santiago, de donde salí una madrugada rumbo a aquellas tierras más cálidas, en la que fue a recogerme al hotel un taxista que llevaba de curioso guardaespaldas o acompañante a su mujer en el asiento de al lado; y enlazar desde allí con la República Dominicana, haciendo transbordo previamente en el aeropuerto de Bogotá. Como se puede imaginar cualquiera, todo un recorrido agotador de más de doce horas para alguien tan poco aventurero y dado a la trashumancia como yo.

Siempre sorprende a un europeo, que trasiega sin recato alguno y sin fronteras ni controles que sortear por nuestro continente, la burocracia que existe en países de otras latitudes: impresos para rellenar en el avión sobre declaración de bienes, pago de una tasa de diez dólares sin saber para qué –no valían los euros–, sellos en el pasaporte, etcétera, hasta llegar a la última ventanilla y espetarle al funcionario:

            –¿Ahora qué otra cosa falta? –Dicho esto con la suficiente e ingenua arrogancia e insolencia que produce el cansancio de tantas horas de vuelo y tanto trámite inútil.

Por fin supero esta nueva modalidad de yincana o prueba de supervivencia y me veo fuera del aeropuerto, guiado por mi nuevo anfitrión, en esta ocasión un profesor castellano leonés, afincado en aquellas tierras y acompañado de su hijo, un pequeño de piel dorada, pelo ensortijado y ojos vivos y espabilados.

Es en el traslado al hotel, una suerte de apartamento un tanto desangelado, pero con aire acondicionado, al menos, en la habitación, cuando empiezo a reconocer ese ambiente vaporoso y caliente que no me abandonará en unos días. El atardecer venía acompañado de una lluvia que poco antes había empapado el asfalto de la carretera colapsada hasta la ciudad y de los constantes pitidos de unos coches que se movían enloquecidos, cuando podían, entre el atasco. A lo lejos, los focos destellantes entre las gotas de los cristales del parabrisas, que hacían ver el estadio donde en ese momento se estaba jugando algún partido de pelota, nombre que se le da allí a lo que en los Estados Unidos se llama béisbol, y que en por estas tierras tiene un seguimiento espectacular.

Los antecedentes de la pasión por este entretenimiento parecen venir de Cuba, cuando los marineros del país norteamericano lo llevaron hasta allá, en 1866. El caso es que muchos chicos de allí sueñan con ser grandes estrellas en esta actividad, supongo que por la fama y la riqueza que estos deportes de masas proporcionan. Llegado el éxito, cuando algún agraciado es tocado con la suerte que le lleva a terminar jugando en la liga estadounidense, el dinero les hace enloquecer, encabritando un coche de alta cilindrada por aquellas carreteras y así acaba el futuro prometedor de alguno de esos afortunados jóvenes, tal y como me contaron: estrellado contra el asfalto.

El ambiente asfixiante que percibí a mi llegada lo pude respirar en toda su extensión a la mañana siguiente, cuando vinieron a buscarme para llevarme al lugar de trabajo. Eran las siete de la mañana y, al abrir la puerta de mi habitación, ya recibí sin aviso alguno la bofetada invisible de un bochorno que anunciaba sudor y sofoco por todos los poros de la piel.

Al salir del hotel vi al profesor, que ya me recibió la tarde de mi llegada, acercase desde el final de la calle con la camisa empapada por el sudor que le provocaba la transpiración. Tras el saludo de la mañana nos dirigimos al nuevo y breve oasis que suponía una cafetería, donde pudimos degustar un desayuno basado en un café con leche y un cruasán tan delicioso como otros bollos de hojaldre de este tipo que uno degusta en el mismo París. Los negocios más prósperos como aquel son regentados por españoles, me dijo mi acompañante, y aquel establecimiento en particular, que formaba parte de una cadena de pastelerías, era uno de ellos. En otros casos, eran supermercados o tiendas de ropa que existen en España. Así, en una de las visitas a algunos de los centros comerciales de la ciudad, de estructura y construcción modernas y en nada que envidiar a los existentes en nuestro país, podía uno toparse con un Zara, un Cortefiel o un Massimo Dutti, mientras pequeños escualos y peces de colores nadaban a sus anchas en vistosos acuarios instalados en los pasillos del edificio para entretenimiento de los clientes.

Y de ahí, el traslado al colegio, donde los alumnos disfrutaban, por suerte para ellos, del frescor artificial de los aparatos eléctricos y los serviciales trabajadores del lugar me regalaban sonrisas a cada paso. Incluso cuando, haciendo valer mi labor supervisora, les hacía saber a algún docente de la necesidad de mejorar su práctica docente. “Estos cuadernos muestran poca presencia de lo español”, “esta programación no trata tal o cual autor importante de la literatura española”. Ellos siempre responden con una suave sonrisa, un tanto astuta, y alguna frasecita embaucadora que dejan caer con graciosa entonación, diciendo: “Ay, don Felipe, no me diga usted eso”.

La picardía caribeña, aceptada por esa supuesta habilidad con que uno simula dejarse engañar, la disfruté al entrar en un aula en la que el profesor iba a deleitarnos con la impartición de un tema de Historia de España. Con esa simpatía que impide el reproche, el maestro hizo uso de una habilidad que le sirvió para zafarse, al parecer, de tan embarazosa situación.

            –Con toda seguridad que el señor inspector podrá deleitarnos mejor que nadie con sus palabras sobre la lección que hoy tenemos que estudiar –dijo el taimado a los pupilos con toda la ceremonia y en tono zalamero.

Aun a sabiendas de la triquiñuela empleada por aquel sujeto, me dejé llevar por la adulación, la euforia y el gusto de poder disfrutar de aquel auditorio, expectante, formado por unas caras bronceadas por el sol de aquellas tierras y unos ojos abiertos ante la inusual visita, que les sacaba por un rato de la rutina diaria. Tomé entonces la palabra y me puse a improvisar unas palabras que gozaron de la frescura de lo inesperado y contaron con la espontaneidad de aquello que no se lleva preparado, pero brota del agrado más sincero.

Relaté después la anécdota al director del centro, cuando fui a cumplir con la visita de rigor a su despacho, un cubículo atestado de libros y documentos por todas partes y privado permanentemente de la luz exterior desde hacía mucho tiempo, según luego me contaron. Tal contraste resultaba llamativo. Frente a la claridad y bullicio que existía fuera, aquel rincón perdido entre montañas de papel. Frente al regocijo que aporta la vitalidad de los niños, correteando por los pasillos que rodeaban las aulas, la imagen de un anciano hundido en un asiento que apenas sobresalía de la mesa.

            –Menudo espíritu el de este profesor. Siempre hace lo justito –me confesó, quejándose del poco gusto por el trabajo de aquel docente, lo que me sorprendió, puesto que, si tenía un concepto tan negativo de su empleado, no entendía la razón de que lo mantuviera en nómina.

Aquel hombre, fraile castellano que, como otros de los directivos del centro, también españoles, había recalado por aquellas tierras hacía ya varias décadas, me puso al tanto de las peculiaridades del centro que dirigía, al tiempo que me hablaba de sus achaques, propios de su avanzada edad, según deduje, y me emplazó a la hora de la comida, en la última planta del edificio, donde compartía vivienda con varios de los profesores y meritorios a formar parte de la comunidad.

A la hora acordada en que llegué me encontré allí con un obispo jubilado, también de procedencia peninsular por su acento, que terminaba de comer cuando nosotros llegábamos. Vestido de inmaculado gris, con su alzacuello y su escapulario de obispo sobre el pecho, se despidió de todos nosotros anunciando su deseo de echarse la siesta. Mientras, allí nos quedamos todos los demás, perfectamente atendidos por dos empleadas de aquel grupo de hombres, dedicados a una labor educativa y pastoral, como figura en su ideario de centro. Era un momento para disfrutar de los manjares de aquella tierra.

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