Como todo viaje, la visita tuvo también su parte lúdica, siempre breve pero enriquecedora. Esta vez pude disfrutar de dos realidades bien distintas y alejadas de mi experiencia habitual.
En primer lugar, aprovechando un día festivo, me llevaron a conocer una finca que la titularidad del colegio poseía en las afueras de Santo Domingo. Mientras nos adentrábamos con el coche por el suburbio en el que se encontraba situado dicho terreno, me imaginaba dentro de uno de esos documentales de la televisión, en los que el comentario en inglés aparece en voz baja mientras predomina el doblaje en español, que da a conocer lugares recónditos y desconocidos donde el hombre occidental no suele transitar. Es esta la vertiente que más me satisface de mi actividad viajera, la de poder llegar a esos sitios en los que el típico turista, con bermudas, gorrita en la cabeza y cámara colgada al cuello se pasea plácidamente por idénticos rincones de cada uno de los países que visita, siempre iguales, siempre preparados para el consumo, la adquisición del souvenir y la postal.
Circulando por aquellas calles, polvorientas o embarradas por las aguas que por sus orillas transcurren, y flanqueadas por casitas bajas de frágil construcción, en cuyas puertas y fachadas se agolpaban niños, mujeres, jóvenes con bicicletas mugrientas y desocupados, pude descubrir la existencia de un mundo desconocido para mí y que, luego, recreé con lecturas a las que en breve me referiré.
En el acceso a la finca, uno de los hombres que los religiosos tienen a su cargo para las distintas tareas de vigilancia, limpieza y demás menesteres de parecido calado que tanto en el colegio como allí se precisan levantó con toda su disposición la débil barrera que sirve de obstáculo en la entrada. Me parecía tal la escasez y pobreza del lugar que tuve la impresión de que cualquier ocupación dada a aquellas personas era buena para que se sintieran útiles y, de paso, poder subsistir. Seguro que, tanto allí como en el centro educativo sería más operativo y cómodo un sistema de cierre con puertas que se activaran con un mecanismo eléctrico, pensé. Pero también reconocí que, al menos, de esta forma, se abría un resquicio de ilusión a unos seres que necesitan, además de comer, tener un aliciente en la vida y contar, al menos, con una mínima ocupación laboral.
La finca, que, según mis anfitriones, pocos años antes, cuando la adquirieron, era un solar yermo, era ahora el más vivo ejemplo del paraíso en la tierra. El suelo, un manto tupido de color verde y las ramas de los árboles, un juego geométrico de luces y sombras haciendo dibujos sobre el azul del cielo. Allí acudían los niños del colegio a jugar al fútbol, llevados por sus maestros y profesores, animados por un convenio que el centro tenía suscrito con el Atlético de Madrid, club que sufragaba el sueldo de un par de monitores españoles, que allí conocí también, para entrenar a los alumnos en este deporte. Es tal el orgullo atlético en el centro que algunos de los profesores colocan el escudo del equipo en el hueco delantero, destinado a la matrícula, que allí no se utiliza –algo que nunca he visto– y presumir así de sus vínculos españoles y madrileños.
Tras la visita por el recinto, otro de los empleados, de piel bronceada también y corpulencia propia del trópico, se acercó a una de las sombras en las que nos cobijábamos arrastrando una carretilla llena de cocos que fue abriendo a machetazos y ofreciendo a cada uno de nosotros. Tampoco había degustado nunca de tal forma aquella fruta, exótica para nosotros y tan habitual para ellos.
La otra realidad que me enseñaron fue el centro de la ciudad, prototipo de un entorno colonial donde las construcciones mezclaban vestigios de nuestros antiguos edificios con el sabor propio del lugar, donde los museos cercanos rinden homenaje a los héroes revolucionarios, muchos de ellos muertos en su juventud, quienes con su empuje y valentía consiguieron independizarse de la metrópoli.
En una de aquellas céntricas calles se enclava la estatua de Nicolás de Ovando (1460-1511), extremeño que fuera gobernador y administrador colonial, entre 1502 y 1506, de La Española, nombre con el que se conocía a la isla caribeña y donde se encuentran ahora la República Dominicana y Haití. Aquí fue al primer lugar al que llegó Colón en 1492.
Obando, hijo de un capitán y de una dama de Isabel la Católica, partió rumbo al continente americano en 1502, en una flota de más de treinta barcos, la más grande del momento. Fue la primera avalancha de colonizadores que llegó al Nuevo Mundo, financiado en parte con capital privado y con la intención de poner en marcha las estructuras política, social, religiosa y administrativa de la nueva colonia. En la Historia de Indias, el obispo de Chiapas hacía de este personaje la siguiente descripción, la cual parece adecuarse al perfil que había de tener un funcionario de la época dedicado a las tareas de tan complicada enjundia que a Ovando encomendaron:
"Era mediano de cuerpo, y la barba muy rubia o bermeja; tenía y mostraba grande autoridad, amigo de justicia; era honestísimo en su persona en obras y palabras, de codicia y avaricia muy grande enemigo, y no pareció faltarle humildad, que es esmalte de las virtudes; y, dejado que lo mostraba en todos sus actos exteriores, en el regimiento de su casa, con su comer y vestir, hablas familiares y públicas, guardando siempre su gravedad y autoridad, mostrólo asimismo, en que después que le trajeron la Encomienda Mayor, nunca jamás consintió que le dijese alguno señoría... Este caballero era varón prudentísimo y digno de gobernar mucha gente, pero no indios, porque con su gobernación inestimables daños, como abajo parecerá, les hizo".
Este viaje también me proveyó, como en otras ocasiones, de riquezas literarias que contribuyeron a enriquecer y ampliar mis conocimientos en la materia. Esta vez fui obsequiado con los cuentos completos de Juan Bosch, lo que doblemente me agradó. Primero, por mi gusto por la literatura; y segundo, por mi inclinación y pasión por el cuento, género en el que sobresalió este autor dominicano.
Juan Bosch (1909-2001), además de escritor fue presidente de la República Dominicana, durante un breve periodo de tiempo, tras la muerte del dictador Rafael Trujillo, entre 1962 y 1963. Precisamente, en el asesinato de este dictador se centra la figura de la novela La fiesta del Chivo, del peruano Mario Vargas Llosa, que hace años leí con gran delectación y sin poder soltarla de las manos hasta el fin de su lectura, tal fue el entusiasmo que me produjo.
He de decir, no obstante, que este y otros obsequios recibidos en este largo viaje supusieron un exceso de equipaje que hube de solventar con el pago de cien dólares a mi salida del aeropuerto dominicano, de vuelta por fin a Madrid. Ya en Chile, de donde venía, como he comentado en anteriores artículos, fui agasajado con regalos típicos y representativos del país. Por un lado, se me obsequió con una botella de pisco sauer, que representaba en su forma de cristal, de manera un tanto esquemática y naif, una de las estatuas de la chilena Isla de Pascua, lugar ubicado en la Polinesia, en mitad del océano Pacífico y famosa por albergar unas estatuas conocidas como moais, efigies monolíticas de gran tamaño que constituyen el principal atractivo turístico de la zona. Asimismo, como ya he referido también en el anterior capítulo, fui sorprendido con el regalo de sendos volúmenes poéticos de Gabriela Mistral y Pablo Neruda.
Ahora habría de añadir, además de alguna compra que iba cayendo en los días de mi estancia allí, el voluminoso ejemplar de los cuentos de Juan Bosch, de más de setecientas páginas y varios centenares de gramos de peso que, amén de ocupar espacio ya inexistente en mi maleta, hacía saltar todas las alarmas en la balanza del mostrador de facturación del aeropuerto.
Tan agobiante situación, que a la vista está que no pude atajar, me hizo perpetrar un plan, en el último momento, para zafarme de algún que otro presente con que mis queridos anfitriones me agasajaron y que espero que no llegue nunca a su conocimiento porque mi estrategia no fue producto, en absoluto, del desagradecimiento sino del agobio. Si bien, como digo, es de apreciar la atención que supone para el visitante ser agasajado con ofrendas típicas del lugar, también han de tener en cuenta los visitados que el equipaje es limitado y su peso más, por lo que es difícil portar de vuelta a casa, botellas de vino, ramos de flores, paraguas, bolígrafos, agendas, cajas de bombones, dulces típicos del lugar u otros objetos de variado uso y condición.
Esta vez, los frailes quisieron lisonjearme, ya en los momentos últimos de la estancia con un juego de tazas de café. ¿Para qué quiero yo esto?, me pregunté en silencio. A pesar de la angustia producida ante este nuevo presente, pude encontrar la solución que, no por fácil, me produjo cierta desazón durante varios días, creyéndome el más desagradecido e ingrato del mundo por tan vil acción. Sucedió el hecho cuando, llegados al aeropuerto, dejé conscientemente olvidado el obsequio en el maletero del coche de mis acompañantes en el que me trasladaron hasta la terminal. Previamente había dado vueltas a mi treta y con la premeditación necesaria había ocultado convenientemente el cuerpo del delito entre los objetos que se suelen llevar en los portaequipajes de los vehículos. Días después, una vez en casa, y en los correos electrónicos que me intercambié con aquellas personas de enorme calidad humana, surgió el comentario sobre tan incómodo como inexplicable olvido. No obstante, me comunicaron que dicho percance podía ser subsanado sin problemas en el próximo viaje que alguno de aquellos directivos realizara a España para visitar a sus familiares por tierras castellanas. Solo tendría que acudir a Barajas y ellos estarían encantados en hacerme llegar la preciada colección de la media docena de platos y tazas que se había quedado olvidado en algún rincón oscuro de coche.
Pero volviendo al asunto que me interesa contar, esto es, a la satisfacción que me supuso el descubrimiento de la obra narrativa de Juan Bosch, dedicada al cuento, me gustaría referirme a algunas de las sensaciones que la lectura de sus relatos me produjo, ya en casa.
En definitiva, mi estancia en la República Dominicana no solo me dio a conocer su tierra y sus gentes. También me proporcionó el descubrimiento de uno de sus más representativos escritores, gracias al voluminoso obsequio de aquellos cuentos completos, en una edición del país. Aquellas historias, impresas en papel oscuro y áspero como la estraza se refieren casi siempre al mundo rural en que vivió el autor, antes, durante y después del exilio.
Algunas de esas narraciones, mezclan la fuerza de la naturaleza con la superstición, como ocurre en “Dos pesos de agua”, donde las almas del purgatorio deciden sobre el diluvio que han de sufrir los humanos, dando un tono fantástico al relato que nos hace pensar en el realismo mágico de otros autores sudamericanos. La estampa costumbrista aparece a través del retrato que se hace del abuelo Juan en “Papá Juan”. Otras veces, se muestra la difícil vida del campesino por aquellas tierras, tal y como nos cuenta “Camino real”, relato que, a mí, particularmente, me hizo recordar la novelita de John Steinbeck, titulada De ratones y hombres; o se describe la vida cotidiana y pintoresca de la aldea, en “Fragata”, cuando la protagonista revoluciona la calle donde se instala. Esta revolución se produce, como dice el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, que prologa el volumen, al entrar en escena “una prostituta gorda que acarrea sus enseres en una carrera de bueyes para establecerse en una calle olvidada de un pueblo olvidado, y que preludia a La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada, del colombiano Gabriel García Márquez.
Incluso la fiereza del mar la encontramos en piezas como “Rumbo al puerto de origen”. Aquí volvemos, además de mostrar el autor sus conocimientos sobre el mar, de nuevo a rememorar las historias de náufragos que a todos nos vienen a la mente y, en concreto, Parábola de un náufrago, del ya citado García Márquez. En esta historia se narra cómo un pescador cae al mar al intentar hacerse con una paloma como regalo para su hija, mientras la barca se aleja empujada por el viento.
Estos cuentos, como los de tantos otros escritores del Sur de América presentan la visión de un país atrasado, olvidado, oprimido y la literatura se convierte en un modo de hacer justicia y de, sobre todo, darlo a conocer. Es un mundo que resume muy bien el citado Sergio Ramírez en el también mencionado prólogo: “Era el mundo de los campesinos que [el autor] había conocido en el Cibao desde su infancia: minifundistas dueños de pequeñas parcelas, colonos y apareceros, peones sin tierra, braceros haitianos de los ingenios de azúcar; todo un universo tejido de costumbres ancestrales, supersticiones, códigos de honor, siempre en lucha con los excesos de la naturaleza, sequías o ríos desbordados, y en lucha también con el poder, los campesinos carne de cañón de las montoneras y de las guerras civiles, víctimas de la ley impuesta por los latifundistas, y víctimas, sobre todo, de la miseria ineluctable que acarrea, antes que nada, a la muerte”.
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