Paisajes más allá de la frontera: Ecuador, la belleza de la altitud (1)

A pesar de las temperaturas dulces y primaverales de las que se disfruta en la ciudad casi todo el año, hay que ser precavidos con los altos niveles de radiación de los días soleados
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Cerros

Ecuador es la sorpresa que uno quisiera encontrar en sus viajes y Quito, el comienzo de esa aventura. Lomas y desniveles convierten el primer paseo desde el aeropuerto en un tobogán de sensaciones que cautiva. Una vez en el hotel, la entrada está a pie de calle, pero, una vez dentro, la parte posterior del edificio da a un precipicio desde el que se ven los coches como seres diminutos que recorren una carretera que parece un hilo filo pespunteando el verde de la vegetación.

La chica de la recepción saluda con simpatía y al conocer mi procedencia me cuenta su estancia en Madrid, hace unos años, donde trabajó en una agencia de viajes. Es bueno hacer amigos evocando lugares conocidos y unidos por la lejanía. Luego, los amplios ventanales del hotel, moderno y funcional me invitan a contemplar los cerros que alguien colocó a una altitud de casi tres mil metros, lo que te hace reconocer, en momentos puntuales, la necesidad de respirar con más fuerza para atrapar el aire. Esa falta de oxígeno se nota, a veces, en actos tan cotidianos como agachar el cuerpo para atar los cordones de los zapatos, pero lo compensan las excelentes vistas que se pueden apreciar por todas partes.

Otro pequeño inconveniente que uno sufre por esas latitudes es la fuerza con la que el sol dispara sus rayos. Después de notarlos sobre mi cabeza en pleno peso del día, pude comprender la vestimenta de parte de la población autóctona, en la que el sombrero es una prenda imprescindible.

En efecto, a pesar de las temperaturas dulces y primaverales de las que se disfruta en la ciudad casi todo el año, hay que ser precavidos con los altos niveles de radiación de los días soleados, por la posición del astro rey, perpendicular sobre nuestras cabezas, como hacen, por ejemplo, parte de esta población y, en concreto, la etnia Kichwa, del Otovalo, una de las zonas geográficas del país. Este pueblo es uno de los grupos que forman el rico crisol de culturas con que cuenta Ecuador. La vestimenta típica de sus hombres suele estar formada por un sombrero de fieltro, ropa blanca y poncho azul o de llamativos colores, prenda esta cómoda de llevar y protectora del frío, al mismo tiempo. Los trajes típicos de las mujeres son más variados que los masculinos. En ellos predominan las blusas blancas bordadas y las faldas con vuelo de vivos colores, como el rosa fucsia, el rojo o el verde.

Antes de la llegada de los españoles, este pueblo se dedicaba, tradicionalmente, al comercio y recibían el nombre de “mindaláes” para denominar su profesión de mercaderes que desarrollaban esta actividad bajo el control de unos caciques que les obligaban al pago de tributos en oro, mantas y chaquira de hueso blanco. No obstante, a pesar de su vocación comercial, los “mindaláes” estaban muy vinculados a su tierra y se autoabastecían con su propia producción agrícola y textil. Con el paso de los años, este pueblo ha experimentado profundos cambios en su cultura originaria en todos los niveles: ha perdido parte de su relación con la tierra, de sus costumbres y de su vinculación con la magia que desprende el cosmos. Por el contrario, han mejorado en el comercio y en la producción del tejido, algo esto último que pude comprobar en los mercadillos de la ciudad, donde no cesan de ofrecer objetos típicos de la tierra y, en concreto, prendas de supuesta alpaca, algo típico del lugar.             

Varias sorpresas me esperaban, todas ellas agradables como siempre, a mi llegada al colegio que me tocaba visitar ahora. En primer lugar, la aparición por el aparcamiento de un par de llamas que paseaban con total tranquilidad y a su aire, por el recinto. Mascotas insustituibles de los alumnos, tienen una función práctica muy importante, como es la de segar permanentemente el césped de los campos de deporte que adornan de verde los terrenos que rodean los edificios. El único inconveniente que presentaba tan bucólica estampa era la fea costumbre de este par de rumiantes de escupir cuando la persona no es de su agrado como, al parecer, hicieron a un compañero en un anterior viaje.

Pero, sin duda, el asombro más grande y las experiencias más gratificantes lo ofrecen siempre los alumnos. Visitando las aulas comprobaba que la vida tiene muchas aristas y dificultades y que hay quien soluciona los obstáculos con una sonrisa y dando carta de normalidad a las cosas, sin necesidad de planes y proyectos con largas y rimbombantes denominaciones que muchas veces se quedan en un conjunto de palabras vacías.

Tal pensamiento me llegó a la mente al conocer el grupo en que se encontraban Emilio y Samuel, ambos con discapacidades de diverso grado y cariz. Emilio es un niño menudo al que le faltan sus manos y le cuesta hablar, deformaciones o carencias debidas a la profesión de la madre, radióloga, que debió de sufrir los efectos nocivos de la radiación durante el embarazo, según me contaron sus maestros. Sus pequeños y finos bracitos no terminan como los de los demás niños, sino que pierden su esencia sin dar posibilidad de atisbar, siquiera, alguna forma que pueda hacer pensar en unas manos o algo que le permita aprehender o sujetar un objeto. Viendo a sus otros compañeros, la mejor manera de ayudarlo es considerarlo uno más, con sus carencias físicas y motoras y, sobre todo, con sus habilidades que son muchas y cercanas a un malabarismo que cualquiera de nosotros difícilmente podríamos llevar a cabo. Esta destreza se podía observar, por ejemplo, cuando al terminar la clase, o al verle por los pasillos se colocaba la chaqueta del chándal o la mochila sobre los hombros sin querer ayuda de los demás e intentando pasar desapercibido, como los demás niños. Se escabullía con rapidez, como queriendo que nadie lo viera diferente y sin querer hacerse acreedor de unas sensaciones y sentimientos que no quería transmitir.

Samuel es distinto en su actitud. A pesar de su discapacidad motora, se mueve por todos lados con su silla de ruedas, no está dispuesto a pasar desapercibido y su sonrisa llama la atención. También resulta simpático ver cómo tiene revoloteando a su alrededor a sus compañeras, pequeñas como él también, que espontáneamente se levantan de su silla y comienzan a darle masajes por el cuello y la espalda mientras él se deja hacer, dibujando en el rostro un gesto de placer infantil, acompañado por su eterna sonrisa y los ojos perdidos en el disfrute.

– ¡Qué suerte tienes, Samuel! ¡Qué bien te cuidan! –­le digo mientras hace un guiño de complicidad como forma de respuesta, pues no puede contestar de otra manera, debido a la placidez que le inunda por todas partes, gracias a las caricias de la compañera.

Vi en estos dos ejemplos, como se puede apreciar con lo que cuento, otros modos naturales de convivencia en esa diversidad de la que tanto se habla hoy en día y que no se hará visible, pienso, mientras nadie, paradójicamente, repare en ella.

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