Paisajes más allá de la frontera: Ecuador, la belleza de la altitud (2)

Toda esta belleza contrasta y convive con la ciudad moderna en que, poco a poco, se transforma la capital de un país que discurre por desfiladeros, pendientes y neblinas intermitentes que uno descubre a cada paso en los paseos que le permiten sus habituales ocupaciones
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Siempre se asegura el viajero una enseñanza en sus viajes. Esta idea me sirve de consuelo cada vez que saco la maleta para iniciar una nueva excursión, y esta vez pude comprobar la verdad de este pensamiento con el aprendizaje que me proporcionaron los alumnos de una clase de Enseñanza Básica, equivalente a nuestra Educación Primaria. Estaban estudiando los géneros de la biografía y la autobiografía en el momento de mi visita y aprovecharon la ocasión para llevar a cabo la dramatización, en apenas cinco minutos, de la vida de uno de los más insignes personajes ecuatorianos: José Mejía Lequerica.

Una nueva y grata sorpresa, pues en Madrid existe una calle céntrica con ese nombre, situada entre las calles de Hortaleza y Sagasta, muy conocida y transitada, con preciosos edificios y palacetes modernistas y un hermoso hotel de cinco estrellas. Nunca me imaginé que su denominación hiciera honores a la memoria de tal figura de la historia de aquel país. Dada su situación tan excepcional y siendo una calle tan vistosa e importante en el corazón de mi ciudad, tal vez hubiera pensado, si hubiera llegado el caso, y totalmente equivocado, que ese nombre bien pudiera corresponder a alguna celebridad del Madrid castizo. Pero no es así.

Según representaron aquellos alumnos, ilusionados por la visita, y haciendo uso de su ingenio, el de su maestra y el de sus ingenuas habilidades en el arte teatral, José Mejía Lequerica fue un intelectual y político criollo, de ascendencia española, que nació en Quito, en 1775, y murió en Cádiz, en 1813.

Quito

Mientras varios de ellos hacían las veces de esforzados y serios narradores, para contar de manera gráfica la historia, los demás compañeros iban ilustrando con su actuación la vida del prócer, quien ya en su juventud destacó por su inteligencia, de tal modo que llegó a acabar los estudios de Medicina y Derecho, en 1805. La dureza de la vida en Quito, donde los prejuicios eran patentes –era hijo natural–, así como la invitación de uno de sus amigos españoles, le animó a viajar a España en 1807 y luchar contra los franceses en 1808, para terminar pocos años después defendiendo los derechos de América y otras libertades en las Cortes de Cádiz, en las que fue nombrado diputado por Quito. En la ciudad andaluza fundó un pequeño periódico con el título de La abeja española, llegando a ser una publicación donde desarrolló ideas muy avanzadas. En 1813 se produjo una epidemia de peste que asoló la población española. Con todo el dramatismo posible, los muchachos representaron el triste final de Mejía Lequerica. Este, como como médico estudió el proceso de la enfermedad. Creyó que había pasado el periodo más violento y peligroso de este mal, pero al poco tiempo se contagió y falleció en Cádiz.

Termino este resumen panegírico y dramatizado de la vida de Mejía Lequerica con el siguiente fragmento del discurso que el ecuatoriano pronunció en las Cortes extraordinarias de Cádiz, recitado por dos alumnas:

“Todo lo que muere nace, todo se disipa y desaparece. Lo único que subsiste es la verdad, que es eterna. De la verdad se derivan los derechos del hombre, las obligaciones de los monarcas y las responsabilidades de los jueces que se sientan a decidir el destino de estos y aquellos”

Con esta noble enseñanza y con esta crónica representada en forma teatral que presencié, queda probado que siempre se puede aprender sobre algo que aun teniendo tan cerca, como el nombre de una calle que suelo transitar a menudo, lo podemos encontrar en la lejanía de nuestra tierra.

Una vez que se llega a la Mitad del Mundo, lugar donde se encuentra Ecuador, en el que los rayos del Sol caen con la exactitud y rigurosidad de la geometría recta y perpendicular y donde el día y la noche se reparten por igual, uno descubre parajes que nunca jamás podría encontrar cerca de casa.

Mitad del mundo

Esto ocurre al visitar el volcán Pululahua, volcán activo y habitado a poca distancia de la ciudad de Quito. Nuestro escaso espíritu aventurero hizo que bastara contemplarlo desde la altura y desde la panorámica que ofrecen los ventanales de un restaurante cercano desde el cual se puede observar su interior, en la lejanía y en toda su extensión. Desde allí se contempla un cráter que desde el mediodía la neblina hace difícil divisar, imagen que no se puede concebir con la visión de la naturaleza que alguien como yo posee, según la cual los volcanes son una simple montañita rota en su cima como una cáscara de huevo y de la que de vez en cuando sale humo. Lo que hace años debió de ser una inmensa cumbre gigante ahora es un extenso valle de varios kilómetros de diámetro, rodeado de otros promontorios de similar altura, formados por diversas explosiones que a lo largo del tiempo se han ido produciendo. En aquella planicie, que abajo se divisa y en la que existen multitud de especies de aves y plantas, conviven sus habitantes en perfecta armonía cultivando la tierra y alimentando a sus animales.

Más cómodo para un turista convencional, como yo, fue visitar a la vuelta de esta primera excursión la Ciudad Mitad del Mundo, un parque ubicado en la parroquia de San Antonio, a unos trece kilómetros de la capital. Allí pude poner al mismo tiempo un pie en el hemisferio norte y otro en el sur, ambos separados por una línea amarilla que distingue la división y hacerme la foto de rigor. Y allí también pude subir por la torre desde la que se divisa la montaña que se ve en el horizonte, el museo etnográfico y su planetario.

Pero Quito y sus alrededores no solo son de admirar por su imponente geografía. También es de apreciar el centro de la ciudad por su innegable valor artístico, lo que le ha servido para ser el primer enclave declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, junto a la ciudad polaca de Cracovia, nombramiento merecido una vez que se conoce y se visitan algunos de sus edificios emblemáticos, como la iglesia y convento de San Ignacio de Loyola de la Compañía de Jesús, en la ciudad de Quito, una de las más importantes expresiones de la arquitectura barroca del continente americano. Una vez traspasada la portada del templo, labrada en piedra volcánica, se introduce el visitante en un rico mundo de ornamentación y filigrana en el que el brillo de las láminas de oro se refleja en sus paredes y la luz de fuera entra desde las vidrieras que cubren las torres que se alzan sobre los tejados, cuyo diámetro se puede circundar desde el interior si se es capaz de contener el vértigo que producen las alturas.

Convento

Toda esta belleza contrasta y convive con la ciudad moderna en que, poco a poco, se transforma la capital de un país que discurre por desfiladeros, pendientes y neblinas intermitentes que uno descubre a cada paso en los paseos que le permiten sus habituales ocupaciones.

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